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En Vitez engañan con la normalidad el miedo a morir

Los habitantes de la localidad luchan por sobrevivir bajo el nubarrón de la guerraALFONSO ARMADA

Alfonso Armada

Los milicianos croatas que custodian la entrada de Vitez desayunan bajo una sombrilla sentados en sillas de playa y saludan a los viajeros que han tenido la feliz idea de acercarse al Cámping Vitez a principios del mes de julio. Luce un día magnífico en el centro de Bosnia-Herzegovina, perfecto para un día de campo. Lástima que esos truenos no auguran nada bueno. Pero las vacas que mastican la hierba dulce del valle del Lasva no se inmutan.Los estampidos cercanos no les hacen tanta gracia, en cambio, a la guardia barbilampiña de los cascos azules británicos que tienen en Vitez su cámping particular. Como están en tierra extraña han rodeado las instalaciones de sacos terreros y alambradas, y cuando salen al campo lo hacen en vehículos blindados.

Casas bajas de tejados rojos se extienden a ambos lados de la carretera que cruza Vitez de parte a parte. En los límites del pueblo, milicianos armados piden el santo y seña a todo el que se acerca. Cuando las cosas se ponen feas con los bosnios musulmanes, bloquean la vía con camiones, troncos, minas o lo que se tercie. Como ayer. Más allá de los controles es tierra de nadie, villas fantasmales. No queda ni un solo vecino en esa zona muerta en la que las gasolineras se han convertido en arqueología industrial, y los tejados y las ventanas de las casas han volado por un morterazo certero o una carga de dinamita. Cuando cae la tarde, los controles se vacían y el tableteo que llega de más allá de los árboles frutales y los campos de maíz pone los pelos de punta.

Cruce de caminos

Vitez es un cruce de caminos. La carretera que atraviesa el pueblo conduce hacia Zenica, al noroeste; Travnik, al noreste, y Gronji Vakuf, al sur. Mientras que Vitez está en manos croatas, Zenica, Travnik y Gronji Vakuf están bajo control musulmán. Novi Travnik, al este, cambia de manos constantemente. La mitad del pueblo está dominado por el Consejo de Defensa Croata (HVO) y la otra mitad por efectivos del Ejército bosnio (la Armija).

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En Vitez, mientras tanto, la mañana avanza plácidamente: balidos de ovejas, juegos de niños, vacas silenciosas, morteros que van y vienen, la carretera cortada por barricadas y un miliciano que se pierde valle adentro con un Kaláshnikov a punto. Los vecinos limpian sus casas con esmero, riegan sus plantas, preparan la comida. Quieren sobrevivir a toda costa y ocultan su miedo en una laboriosidad incesante. Pero la sombra de la guerra es un nubarrón perpetuo sobre Vitez.

El cámping tiene sus propias normas, sus horarios de comidas y de visita. A las ocho de la mañana se cierra el comedor. Si a uno no se le pegan las sábanas en las casas de los vecinos, convertidas en improvisados hotelitos sin luz ni agua, puede compartir sus copos de maíz o su beicon auténtico con un soldadito al servicio de la reina de Inglaterra.

La siguiente cita es al otro lado de la carretera, en un chalé alquilado por el contingente británico. El comandante James Myles sonríe y se sienta en su propia silla de playa ante el mapa de Bosnia central y empieza a desgranar los incidentes de la noche anterior y de las primeras horas de la mañana: combates y movimientos de tropas de Mostar, reporteros por el batallón español allí desplegado; fuertes bombardeos sobre Gorazde y Sarajevo; convoyes desviados en Kiseljak; cierre de la carretera hacia Zenica.

Mientras, en las huertas de las casitas de Vitez, los lugareños, con la vida, paralizada por las faenas de la guerra y los ojos ansiosos, han encontrado un nuevo cultivo: satélites y generadores. Los satélites florecen como grandes setas entre deslumbrantes tomates, cebollas y repollos. También brillan guadañas afliladas que no se usan en cortar cabezas.

Hay campesinos que desafían a la muerte y salen a segar. Tal vez se trate de la última cosecha, depende de si los suyos ganan o pierden en el valle del Lasva. La que ha perdido, desde luego, es Bosnia-Herzegovina. El premio Nobel yugoslavo Ivo Andric, al que la muerte evitó ver con sus, propios ojos en qué se iba a convertir Yugoslavia, se preguntó en una ocasión si no estaría envenenado el espíritu de los pueblos de los Balcanes, incapaces de otra cosa que no sea "sufrir la violencia o causarla".

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