Maridos, padres y opositores
Desde que un Nixon dialécticamente torpe y con la cara oscurecida por la sombra de las cinco de la tarde perdió las elecciones presidenciales de 1960 en un debate televisivo frente a Kennedy, los enfrentamientos políticos bajo los focos suelen ser preparados con toda minuciosidad por los equipos asesores de los contendientes. Anteanoche, sin embargo, Felipe González parecía confiar sólo en su brillante capacidad de improvisación; si muchos militantes socialistas sintieron ya escalofríos cuando su secretario general se presentó en los estudios flanqueado por Benegas y Rosa Conde, su desolación llegó al máximo al comprobar que el presidente del Gobierno había ido al debate a cuerpo gentil y dispuesto a hablar con las tripas. Aznar, por el contrario, preparó sus intervenciones como un opositor en el doble sentido del término: como jefe del partido que aspira a ocupar el poder y como memorizador de uno de esos temarios que hay que recitar al pie de la letra para ganar una plaza de funcionario. Durante la primera parte, el candidato del PP impuso su ritmo (paro, devaluación, despilfarro, déficit, deuda, Impuestos, corrupción) y colocó al candidato del PSOE a la defensiva; aunque sus reflejos le permitieron a Felipe González romper con éxito esa estrategia agresiva en la segunda mitad, para evidenciar que Aznar camina desnudo de programas hacia el futuro, el challenger ya le había castigado bastante al viejo campeón en el primer asalto.Susan Sontag utiliza una ocurrente metáfora para explicar sus relaciones con la prosa cálida de El hombre rebelde y el severo estilo de Crítica de la razón dialéctica: Camus se., comporta como un amante y Sartre escribe como un marido. Entre 1977 y 1982, Felipe González se presentó como el hermano mayor de una nueva generación de españoles, el representante de una fratría que no había luchado en la guerra civil ni colaborado con el franquismo; una década de poder ha transformado esa imagen igualitaria, cercana y juvenil en la figura de un padre de familia distante, maduro y exigente, con una irreprimible propensión a regañar a los hijos díscolos. Era seguro que Aznar utilizaría la insolencia para desalojar a su adversario de esa ventajosa posición jerárquica; lo sorprendente es que Felipe González esperase de su rival el trato respetuoso que los discípulos suelen dar a sus maestros aunque discrepen de sus enseñanzas. El presidente del Gobierno se dolió con cierta ingenuidad del sesgado carácter -también el PP se ha financiado ilegalmente- de las acusaciones de Aznar contra la corrupción política: es asombroso que los socialistas todavía no sean conscientes del perjuicio que les ocasionó aquella bochornosa sesión parlamentaria del 1 de febrero de 1990 en la que Guerra marcó una cínica línea a seguir ante las acusaciones -fundadas- de corrupción: la amenaza de airear los trapos sucios ajenos, la negación de la evidencia en los escándalos propios, la atribución a una conjura de las informaciones dadas por la prensa sobre esos escándalos y el refugio bajo los faldones del PSOE para eludir las responsabilidades personales de los culpables.
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