El mejor Guerrero
Figura capital de nuestra gran generación abstracta de posguerra, José Guerrero (Granada, 1914-Barcelona, 1991) tuvo, y por circunstancias varias, una trayectoria singular. Con una presencia sensiblemente reducida, cuando no plena ausencia, en los episodios fundacionales que cimentarán el informalismo español, acabaría siendo, sin embargo, entre sus protagonistas generacionales, también uno de los que irradiarán mayor prestigio y ejercerán una influencia más decisiva en los jóvenes que encarnaron la renovación de nuestra abstracción durante los setenta.Las razones que dan origen a ambos términos de esa paradoja tienen, en esencia, una raíz común. Por una parte, un itinerario vital y creativo que se realiza esencialmente, de mediados de los cuarenta a mediados de los sesenta, fuera de nuestras fronteras, en ese Nueva York donde Guerrero convivirá y se dejará impregnar por el deslumbrante esplendor de los grandes colosos del expresionismo abstracto. En el otro extremo se sitúan las inquietudes de un frente generacional más joven en el panorama español que, alineándose con las tesis dominantes en un cierto sector del debate europeo de la abstracción, reivindicarán como modelo, en la figura de Guerrero, precisamente aquello que lo aleja de la densidad dramática que fijó el estereotipo informalista español; esto es, aquello que lo unía a la revalorización mítica del expresionismo abstracto neoyorquino, y dentro de él, de un modo más particular, a la vertiente más identificada con esa primacía sensual del color, cuya ascendencia matissiana había marcado ya las primeras fascinaciones en el encuentro de Guerrero con la modernidad. Recuerdo las protestas del propio Guerrero durante los setenta, cuando alguien exaltaba como esencial de su aportación las virtuales raíces neoyorquinas de su lenguaje. Argumentaba el pintor que al otro lado del Atlántico se le había identificado siempre, por el contrario, con el inequívoco aliento hispánico de su pintura. Ambos argumentos contenían partes equivalentes de verdad. Ésa es, sin duda, la fuente del embrujo de José Guerrero, fértil mestizaje, lúcido y vivo, que nace de la tensión entre dos mundos, en la valiente intuición de un pintor que acierta a abrirse al contagio cuando la fortuna le depara vivir en el ojo mismo del huracán, mas no para dejarse arrastrar por una inercia que lo fosilice como mero satélite, sino para reencontrar desde esa energía su más secreta identidad. Tal es el combate que Guerrero culmina en la década de los sesenta, cuando alcanza su plena madurez la experiencia neoyorquina y el pintor vuelve a mirar, literal y anímicamente, a la tierra de sus orígenes. De algún modo se acuña aquí el mejor Guerrero.
José Guerrero
Galería Jorge Mara. Jorge Juan, 15. Madrid. Hasta finales de junio.
Y éste es, precisamente, el Guerrero que evoca esta excelente muestra. La galería Jorge Mara no sólo ha vuelto a demostrar su buen hacer y rigor, sino que lo traduce, una vez más, a través de una no por limitada menos extraordinaria selección de obras, telas y papeles realizados por Guerrero entre 1958 y 1968, entre los que se cuentan argumentos tan sólidos sobre el luminoso vigor de esa, encrucijada como el que encarna su inolvidable Ascente.
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