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España desde dentro

Considera el articulista que una de las fórmulas más coherentes para tratar de superar la crisis económica mundial es la reivindicación de tres principios básicos: solidaridad, flexibilidad y ética. No se trata tanto de una lectura moral como de un comportamiento humanista de la economía y de sus protagonistas.

No hay duda de que en Occidente estamos en crisis. En una crisis más que secular, que viene desde el agotamiento de la posmodernidad. Son muchos los síntomas. Cuando nos saciemos de los mismos llegará el remedio.Europa, por ejemplo, vive la guerra balcánica en tiempo real. Y la observa con una escalada de tremendas aberraciones consentidas, que ya no sorprenden. El Tercer Mundo, por otra parte, es un lejano referente.

La moral burguesa se refugia en el ambientalismo militante. Incluso en la antixenofobia, sin resolver el causalismo que la incita. El ecoactivismo llega a la obsesión asumida: en Alemania se está planteando el reciclaje de todo tipo de envases y embalajes.

Los economistas ya no son los grandes vaticinadores del devenir económico. Maurice Allais los tacha de comentaristas más que de hacedores. Juicios tales se inscriben en el síndrome de modas que atravesamos. Peter Drucker anuncia el fin de las megaestructuras. Grandes ejecutivos de corporaciones americanas se caen. Los directivos ya no están enfeudados en las empresas. Se adaptan a conjuntos menores y ligeros, aunque volátiles. Es la época de los trabajadores libres del saber.

A su vez, se imponen los filósofos en las empresas, reinventando un nuevo credo: pasar del proyecto del saber a la acción humanista. En Francia, a pesar de su inveterado racionalismo, se sigue la doctrina de la cultura empresarial humanista, con fuerte énfasis en la ética y la calidad. Así se consolidan los Etchegoyen, Ferry o Jack.

La comunicación se instala con potencia y desacierto en el mundo real: el mercado ha perdido su sentido crítico. Deglute todo permanentemente. Triunfan los reality's shows frente a los talk shows, como programas líderes.

Han fallado también las previsiones. Falló Toffler y fallaron Kahn y Wiener. El 2000 no será el final de las enfermedades. Ni siquiera de las clásicas. La robótica, la carrera espacial, incluso la informática, sufren un parón.

Nada de este catálogo es ajeno a España. Especialmente, cierto desinterés por el mundo social vital: la creciente banalidad del ocio, los debates minimalistas, el desánimo creador.

Cierta es la gradual influencia europea sobre nosotros. Porque, a la postre, Europa nos sirve de referencia y coartada. Y recordemos -aunque con cierta prevención- a Delors: "El 80% de las medidas socioeconómicas que afectan a los países de la CE se decidirán en Bruselas". Pero, en todo caso, la gloria será de ellos, y nuestras miserias, nuestras.

Nuevos valores

Por ello, conviene interiorizar nuestra realidad. Porque nuestra recién homologada sociedad es insegura. Con una burguesía consumista desconectada del saber y del poder. De ahí su insatisfacción y fragilidad. Y, por tanto, lo tornadizo de las expectativas empresariales. De ahí, en fin, la radicalización de nuestras actitudes. Y el consiguiente efecto sobre la capacidad de remoción de situaciones adversas como la actual.

Es, así, inaplazable la acuñación de unos nuevos valores. El primero, la solidaridad.

Desde dentro, nuestra España es insolidaria. Lo es con el futuro, con el prójimo, con las generaciones venideras. Sólo el miedo intenso al paro inclina algo al ahorro, cuando no a los juegos de azar. Sin solidaridad no cabe la conciencia fiscal. Sin solidaridad es impensable una eclosión de los seguros personales. Ni unos amplios mercados de capitales o una explosión del ahorro institucional, por ejemplo, vía fondos de pensiones. Y sin fuertes acumulaciones de ahorro no puede preverse una cierta dedicación del mismo a la renta variable o a la inversión riesgo.

Sin solidaridad, la reivindicación salarial es un ideal absoluto. Y, como tal, no sujeto a raciocinio, ni siquiera al del paro. Similar invocación idealista podría predicarse de la pléyade de administraciones públicas. De sus emulaciones y redundancias insolidarias. El mismo fervor -en este caso sutilmente insolidario- se deduce de la defensa a ultranza del Estado gendarme como censor de la insensibilidad del mercado. O del Estado del bienestar como guardián de las esencias sociales.

Por contra, pues, la solidaridad engendra ahorro. Y moderación del gasto público y de la inflación. Invita a criterios de eficiencia privada en relación con la empresa pública y ciertos servicios. Provoca mayores ingresos públicos. En definitiva, a través del impulso del ahorro, la solidaridad brinda cierta disponibilidad de fondos para la inversión riesgo.

Y, en función de lo que antecede, la solidaridad procura, en última derivada, un mayor protagonismo de las políticas presupuestaria y de rentas.

Después, la flexibilidad. Somos dogmáticos y rígidos. Precisamente cuando nos movemos en una creciente complejidad. Y en el plano de lo contingente, como insiste Popper. Hoy se reclama identificación y discriminación. El administrado, el trabajador, necesita sentirse singularizado. Se requiere, además, delegación e información.

En materia educativa, la básica es algo irrenunciable para todos. Pero la superior ha de reservarse -y asegurarse- a los capaces y motivados. La promoción debe fundarse en los méritos, lo que equivale a discriminación por resultados. La investigación básica ha de insertarse en el profesorado. La de desarrollo, en cambio, es responsabilidad del estamento empresarial, de forma discriminada.

Nuestra economía, nuestros mercados, necesitan ser flexibles. Hoy el paro obliga a un sistema riguroso en su financiación y a un empleo flexible. No tanto al abuso de la temporalidad ni a la resolución de contratos por edad.

Nuestros empresarios y los gestores de las grandes empresas precisan de continuidad en las macropolíticas y de flexibilidad en los medios. A partir de cierta dimensión, la empresa necesita institucionalizar el accionariado, creando, en lo posible, core shareholders nacionales. Aquí, de nuevo, volvemos a los vehículos de acumulación del ahorro.

La ética

Flexibilidad es romper los monopolios artificiales e inflacionarios. Y es desregular. En particular, los monopolios naturales.

A su vez, la empresa se nos muestra con una creciente diversidad. La descentralización, las estructuras planas, la elasticidad, son parámetros necesarios. El objetivo es gestionar la diversidad, las áreas diferenciadas. Gestionarlas preservando su frescura, y a la vez integrándolas de modo que el valor global supere al de la suma de los componentes.

Y, finalmente, la ética. La dimensión ética que aquí se propone es la superación de concepciones egoístas o incluso simplistas. Se trata de asumir la complejidad real, las interrelaciones sociales. De entender que éstas no están guiadas por la racionalidad.

Así, el beneficio es insustituible, pero conviene que se produzca añadiendo valor al acervo social. La sociedad debe emerger del impacto empresarial con un valor neto reforzado.

Al sentido patrimonialista de ganar-poseer hay que oponer el de compartir. El de derramar información para fomentar la innovación. El redescubrir la tradición, el poso, lo iterativo, lo progresivo, frente al choque súbito y perturbador de lo especulativo.

El clima ético parte también del desarrollo de objetivos individuales para los directivos. De que éstos se relacionen informalmente y se sientan atraídos hacia la empresa como algo propio. Ello ayudará al compromiso de la empresa con la comunidad. Con los costes sociales que aquélla produce y con las lacras y carencias que ésta plantea.

Soldaridad, flexibilidad, ética. Empeños de Estado. Éste no es un discurso moral ni utópico. El Estado, sin renunciar a sus deberes de escenógrafo y corrector, podría ser agente subsidiario de la Comunidad. Y desde tal posición tendría que gestionar los nuevos valores. Y podría hacerlo con más fundamento y credenciales. A cualquier precio. Aquí no cabe la neutralidad.

Javier Gúrpide es vicepresidente del Banco Bilbao Vizcaya.

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