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46º FESTIVAL DE CANNES

Bellas y pertubadoras imágenes de Jane Campion en 'El piano'

La cineasta australiana de origen neozelandés Jane Campion saltó a la fama mundial hace tres años con una bella, dolorosa y desequilibrada trilogía, Un ángel en mi mesa. Ahora, con El piano, vuelve a tropezar con la misma falta de sentido de la medida y nos trae una película muy imperfecta, pero con destellos de talento apasionantes. Mientras tanto, fuera del concurso, la película española Sombras en una batalla experimenta un efecto de bola de nieve y, tras el largo debate de Mario Camus con el público tras su proyección, cada vez se habla más de ella y nadie se explica por qué una obra tan fuerte no está en un concurso lleno de cine débil.

Concursó también ayer Magnificat, recorrido del italiano Pupi Avati por el itinerario de una peregrinación religiosa medieval, probablemente enganchado a la creciente y oportunista moda, mitad sacramental y mitad blasfema, generada por el inminente final del segundo milenio de la era cristiana. Este milenarismo de pacotilla recuerda a veces al primer Bergman, al segundo Pasolini y a otros exploradores de aventuras teologales más o menos afortunadas, pero reducidas aquí a los colorines de una colección de estampitas en la que lo lírico y lo macabro se mezclan y nos condenan a ver cursilerías seguida de vaciedades.Pero lo que hoy importa es lo que dicen Jane Campion y sus antípodas de este lado del mundo, Carmen Maura y Mario Camus. La joven australiana y los dos veteranos españoles tienen esta vez algo en común: un acusado sentido del riesgo. El piano es una película difícil, tortuosa e incluso atormentada, que contiene imágenes y encadenamientos de imágenes sumamente fuertes, duros, poderosos y, sobre todo, inusuales. La inventiva de esta cineasta es a veces deslumbrante y la zona media y final de El piano supone un ejercicio de cine casi suicida, porque camina sobre el filo barbero del ridículo y no obstante jamás cae en él. Por el contrario, en los momentos más peligrosos la película se eleva el empaque y se estira la dignidad de este tremendo relato de amor, de servidumbre, de mutilación y de horror.

Uno de los métodos de urgencia para descubrir con mínimas garantías de acierto el fuste de un cineasta es estar muy atento a lo que se juega en cada película. Jane Campion se juega en El piano poco menos que el cuello, pues sin tener una batuta de acero en la mano la orquestación de una sinfonía de tan negra sensualidad como la que nos propone derivaría fatalmente hacia la subnormalidad. Pero en El piano no ocurre tal cosa, sino lo contrario: poco a poco, desde el cieno, Jane Campion nos eleva al cielo y el vuelo se agradece mucho en un concurso hasta ahora inundado por aguas inmóviles.

De ahí, de la debilidad de las películas en concurso, extrae por comparación una parte de su fuerza el filme español Sombras en una batalla. El boca a oído ha funcionado velozmente y la pregunta derivada de él parece tener ya a las propias: ¿por qué no la han traído a concursar?; ¿politiqueo?; ¿miopía?; ¿tendencia francesa a mirar a lo español por encima de los Pirineos?; ¿todas estas cosas juntas ...?

Por ejemplo, si Sombras en una batalla hubiera concursado, Carmen Maura sería hoy -y a la espera de los rivales de los días futuros- candidata por abrumadora superioridad al premio a la mejor actriz. Su creación es eminente, insuperable, lo que añadido al hecho de que cada vez que aparece escrito en una pantalla el nombre de esta actriz se les pelan las manos a todos los espectadores europeos, lo dice todo. Pero Carmen Maura ni está en concurso ni, cuentan que a causa de un pie herido, está en Cannes. Nueva incógnita: ¿por qué se ha elegido su vacío en vez de su plenitud?

Mario Camus habló ayer ante una fervorosa concurrencia de Sombras en una batalla. Pese a que la torpeza con que están escritos los subtítulos en francés, que dificultó a muchos espectadores desinformados orientarse en la sangrienta trastienda histórica del terrorismo en España, la fuerza dramática del relato y de sus personajes ganó a todos, incluidos los desorientados. Es el sello del gran cine: el predominio de la historia narrada en letra minúscula sobre la oquedad de la Historia escrita en mayúscula.

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