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ELECCIONES 6 JUNIOEL ESTADO DE LA NACIÓN

La anemia de una peseta 'fuerte'

Las tres devaluaciones de la peseta -casi un 22% de depreciación efectiva- reabre en un mornento crucial el debate sobre el modelo económico español

Fue sir Alan Walters, el flemático asesor económico de lady Thatcher, quien popularizó hace un par de años aquello del efecto español, una humorada que merecería ser algo más que una nota a pie de página en algunos textos de historia económica de la década de los ochenta y primeros noventa. La idea es que un país con malos fundamentos económicos -desequilibrio presupuestario, déficit comercial e inflación- podía tener la moneda más fuerte del Sistema Monetario Europeo (SME), la más pujante durante varios años. Walters no inventó la pólvora: los países latinoamericanos habían utilizado en los primeros ochenta la moneda fuerte para reducir la inflación y financiar una abundancia irreal. El modelo se vino abajo del mismo modo que en septiembre de 1992 los mercados descorcharon el champaña e iniciaron el acoso y derribo de las monedas más ficticias del Sistema Monetario Europeo (SME).Hay que recordar cómo discurrían los negocios en aquel mes de abril de 1989. Madrid era una fiesta para los inversores extranjeros. Felipe González había cautivado durante casi siete años a norteamericanos, europeos y japoneses con sus planteamientos a favor de la liberalización económica. Pero a mediados de ese mes de abril tomó la decisión de rematar su reconversión bajo la influencia de dos hombres importantes. El ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, y el gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, habían llegado al acuerdo de solicitar el ingreso de España en el Sistema Monetario Europeo (SME). En adelante, el Gobierno socialista no sólo respetaría la economía de mercado: se lanzaba a construir un capitalismo más moderno, junto a los países avanzados de Europa. Por aquellos días de abril, un banco norteamericano auspició en la capital española el encuentro de varios gobernadores de bancos centrales. Solchaga aprovechó la visita de Karl Otto Poehl, entonces presidente del Bundesbank, para confiarle la noticia, que se materializaría en junio, con ocasión de la presidencia española de la Comunidad Europea. Poehl acogió bien la decisión aunque puso algún que otro reparo por el tipo de cambio escogido -en la línea de las 62 pesetas por marco- ya que una paridad baja podría suponer tensiones inflacionistas para España. Y así, en junio, González se anticipaba al Reino Unido con su decisión.El viraje a toda máquina hacia el SME era una maniobra estratégica de compensación, típica del mecanismo de arbitraje de Felipe González. Unos meses antes, tras la huelga del 14 de diciembre de 1988, el Gobierno socialista cedió a las exigencias sindicales, lo que tuvo consecuencias en términos de gasto público. Por otra parte, la recomposición de los beneficios empresariales llevaban a los empresarios a hacer concesiones salariales ante la presión sindical. González y Solchaga se aprestaban, pocos meses después de la huelga general, a tomarse la revancha. Y ésta procedería desde el exterior. La idea. de Europa fue el disfraz de baile del conservadurismo socialista: el SME obligaría a implantar la disciplina fiscal que el Gobierno era incapaz de afrontar de manera autónoma, como acababa de quedar en evidencia tras la huelga general de diciembre de 1988.

Otro factor resultó fundamental en este cambio de frente. Si González había servido como banco de pruebas a François Mitterrand, a partir de 1983, un francés cumpliría idéntico papel en la primavera de 1988 para los socialistas españoles: Pierre Bérégovoy. El flamante ministro de Economía y Finanzas, también reconvertido, se comprometió a no devaluar más el franco y a utilizar una moneda estable como principal instrumento para dominar precios y costes, mejorar la competitividad de las empresas, todo esto para alcanzar un aumento sostenido del poder adquisitivo y una disminución del desempleo. Era el bautismo de fuego de la política de desinflación competitiva. Basada en un estricto control del gasto público -hasta mediados de 1990- y la reducción inmediata de los costes laborales, dicha estrategia permitía el mantenimiento de la paridad del franco en relación con el Deutschemark y las otras monedas del SME. Francia, sin duda, era el espejo. Al punto que por aquellas fechas, tras sus conversaciones con Solchaga en Madrid, los enviados del Fondo Monetario Internacional (FMI) recomendaron varias veces convertir el tipo de cambio fuerte en un aspecto central de la batalla contra la inflación mientras se preparaba la entrada a saco en las causas del déficit fiscal y se aplicaba la moderación salarial.

La entrada en el SME, pues, aspiraba a relevar o compensar la política monetaria como instrumento, de la política económica. En roman paladino: la moderación del crecimiento de los precios exigía atacar el déficit y con tener los salarios. La inflación ya no podía reducirse sólo con tipos de interés elevados. La política monetaria esperó en vano el auxilio de una operación quirúrgica fiscal que cuanto más era pregonada menos se cumplía. Los tipos altos se convirtieron en permanentes para financiar el déficit público, por una parte, a la vez que mantenían el atractivo para una masa de capital flotante que buscaba altas rentabilidades. Todo esto operó como un efecto de diversión respecto a otro capítulo importante, que la entrada de la peseta al SME no creó pero sí contribuyó a acrecentar: el déficit comercial. En 1992, España tuvo el raro privilegio de exhibir el segundo déficit comercial más importante del mundo, después de Estados Unidos, con 3,6 billones de pesetas. También el fenómeno de ilusión óptica -el boom de las inversiones extranjeras- facilitó la labor de disimular las proporciones alarmantes del déficit de la balanza por cuenta corriente, que acumuló entre 1988 y 1992 los 7,4 billones de pesetas.'Tempo' políticoAunque hombres como Solchaga conocían que el desenlace a este tipo de situación no podía ser bueno, González trabajó con arreglo a su propio tempo político, confiando en una solución a medio plazo. Pero el tempo económico registraba un ritmo diferente. A los factores endógenos se sumaron los del exterior: la recesión de la economía norteamericana, la crisis en Japón y, por fin, el inicio de la crisis en Alemania, como resultado, primero, de la ralentización del ciclo, y, después, de la costosa reunificación. El descontrol del gasto y la persistencia de la inflación acentuaron los desequilibrios que no fueron trasladados al tipo de cambio, apuntalados por el elevado precio del dinero. Se abrió así, claramente, una fase de sobrevaluación. Durante los años 1990 y 1991, esta política hizo artificialmente baratas las importaciones para los consumidores mientras encareció las exportaciones, reduciéndose la competitividad externa de la economía española, con su secuela de pérdidas para la producción doméstica, el empleo y, lógicamente, para los ingresos fiscales del Estado.Cuando llegó, en diciembre de 1991, la firma del Tratado de Maastricht, la política económica española seguía sin abrirse camino en el terreno fiscal y en la reforma del mercado laboral, dos de los pilares para secundar la política de altos tipos de interés. González volvió a creer que la historia le daba una nueva oportunidad. Aquello que la entrada de la peseta en el SME no había conseguido en dos años y medio se podría alcanzar con el objetivo más amplio de la Unión Económica y Monetaria y la moneda única. Pero no fue así. Los fastos de 1992 volverían a aplazar el ajuste. Y a partir de septiembre de 1992, el SME caería bajo el fuego de los mercados de cambio, con la peseta como uno de sus blancos más vulnerables. Tumbarla tres veces en nueve meses difícilmente hubiese sido posible sin la anemia de caballo que llevaba en sus entrañas.

Tercera fase de la UEM

El PSOE estima que el objetivo de mantener la peseta en el Sistema Monetario Europeo es "irrenunciable" y, que el próximo paso es lograr "la participación desde un principio en la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria" como parte del proyecto de modernización. de España. De palabra, los socialistas insisten en apoyar la política monetaria con un mayor esfuerzo por reducir el déficit público. Según dicen, dicho esfuerzo debe ser compatible con las exigencias sociales de un programa de solidaridad en línea con la tradición europea.

Mayor rigor

El partido Popular propone el "mantenimiento de un tipo de cambio estable de la peseta dentro del Sistema Monetario Europeo" ya que la pertenencia de España "tiene considerables ventajas" como el aumento de su credibilidad exterior y la introducción de una disciplina interna para el conjunto de la política económica". Los populares "no practicarán devaluaciones competitiva?, pero su plan de estabilidad se basará "en un planteamiento coherente y riguroso de política económica", en referencia a la reducción del déficit fiscal.

La permanencia, cuestionada

IU oscila entre la salida y la permanencia. Por una parte, pide una "acción conjunta de todos los países miembros de la Comunidad Europea de forma que se ralenticen y flexibilicen los corsés monetaristas impuestos por la Unión Económica y Monetaria" y una tímida propuesta de salida de la peseta del SME, aún por concretar. A título personal, el coordinador Julio Anguita propone abrir un amplio debate sobre la permanencia: "Si no hay salida para la peseta, y creo que no la hay, sí creo que habrá que debatir el futuro de la peseta en el SME".

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