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Tribuna
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Sucesos

Rosa Montero

No acabo de entender por qué la tragedia de Baltasar Egea, el broker que mató a su familia y luego se suicidó, ha ocupado todas las primeras páginas de los periódicos. Estos dramas no son, por desgracia, tan extraños: ha habido otros casos más o menos recientes, hombres que mataron a la esposa, a los hijos, a la suegra. Que yo recuerde, no tuvieron semejante despliegue informativo: unas cuantas columnas en la sección de sucesos y eso era todo. Me pregunto qué hay de diferente en este caso para encender tanto interés, y sólo se me ocurre una respuesta: que Egea, además de desdichado, era muy rico.Yo no sé si en esta sobrevaloración periodística subyace el deseo, quizá inconsciente, de demostrar esa consoladora estupidez de que los ricos también lloran. O si es que los otros crímenes, que sucedieron en barrios de menor postín y con víctimas de menos fuste, se consideraron en su momento más corrientes. Como si esa dolorosa atrocidad de ir matando a los hijos y después suicidándose fuera cosa más natural entre los pobres. Estoy segura de que si este caso hubiera sucedido en el deprimido barrio de San Blas en vez de en la lujosa Moraleja no hubiera alcanzado la primera página.

Argumentan algunos que lo importante del asunto es su aspecto simbólico: el rico que mata y se mata, en una crisis económica, por no poder mantener su tren de vida (y el pobre, ¿no puede tener también motivos económicos?). Siempre es un misterio ese abismo de dolor y depresión que lleva a un ser humano a hacer algo así, y ese abismo tiene la misma oscuridad que el del hombre de San Blas que acaba con sus hijos. No hay otro símbolo, ni otro enigma, que el del sufrimiento de la existencia; y si hay diferencia de trato informativo debe de ser porque, en efecto, sigue habiendo clases. Hasta después de muertos.

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