El creador y el parásito
Como en todas partes, en el cine la gente lleva el agua a su propio molino. En Rosa, Rosae, Fernando Colomo -desdoblado en escritor y director de la película- maneja una historia que, en otras manos, habría conducido a un drama duro, grave y ácido: la relación -y su entorno cínico, enrarecido, tenso y encubiertamente violento- entre un creador y un parásito, entre una imaginación generosa, que derrama su fertilidad, y una imaginación desértica que, como la esponja, bebe de un caudal y finge que mana de él.Colomo extrae de la figura del parásito y la contrafigura de su fuente, no el áspero drama que lleva dentro, sino una suave y amable comedia. No tensa al espectador, lo relaja. No le hace ver con dientes apretados el feo asunto, sino que le fuerza a jugar con él, a divertirse con él, a creerlo bonito.
Rosa-, Rosae
Dirección y guión: Fernando Colomo. Fotografía: Javier Sahnones. Música: Mariano Díaz. España, 1993. Intérpretes: Ana Belén, María Barranco, Juanjo Puigcorbé. Estreno: Palacio de la Música, Palafox, Florida, Novedades, Aluche, La Dehesa, Burgocentro, Parquesur y Multicines Fuenlabrada.
Colomo lo consigue: aunque sacada con fórceps de una turbia anécdota, Rosa, Rosae es una comedia limpia y genuina, aunque lógicamente su secuencia chirríe y haga daño a la vista en ocasiones, a causa de esa disociación entre la gravedad y seriedad de la materia dramática y la ligereza y comicidad de su formalización. Su director es de los que saben sacar azúcar y sonrisas de un amargo y severo asunto, y esto tiene precio.
La comedia resultante de este contrasentido es dulce, pero no dulzona; suave, pero no endeble. Colomo es un cineasta que se mueve cómodamente entre las medias tintas, y su manera de ver y visualizar cosas en el fondo tan inaceptables y brutales como las que -de tapadillo y como quien no quiere la cosa- cuenta en su película crea comodidad en el espectador, porque éste acepta sin esfuerzo el tono del filme y lo siente como algo al mismo tiempo contradictorio y coherente, que tiene vida e indicios de estilo en sentido profundo: la evidencia de que la mirada de este cineasta es sólo suya y al mismo tiempo fácilmente compatible, pues Colomo sabe hacer confortable a un relato de fondo inhóspito.
Tres grandes cómicos
Hay una razón sencilla para explicarse por qué este cineasta hace funcionar a un guiso en el que el almíbar y la salmuera se funden en un mismo y agradable sabor. Se trata de su astucia para esconderse detrás de los intérpretes y darles a éstos la primacía creativa, lo que demuestra que, en una comedia sobre el parásito, el urdidor del juego no incurre en la miseria que cuenta. De ahí que su mirada sea tan creíble: siente Colomo lo que cuenta, pues no capitaliza los verdaderos méritos del juego, que corresponden -como casi siempre en el buen cine y siempre en la comedia- a los que lo ofician y dan la cara.
Los tres rostros que sostienen este retorcido juego se adueñan por completo de sus personajes. Colomo, en un acto de antiparasitismo que le honra -y que es privativo de los verdaderos creadores- se los regala. Es gratificante compartir hora y media de vida con Rosae-María Barranco, la mujer de imaginación torrencial cuya simple presencia hace fértil a la inimagitiva y parásita Rosa-Ana Belén, bajo la vigilancia del turbio amante de ésta, interpretado por un Juanjo Puigcorbé cada vez más dueño de su enorme fuerza expresiva.
Ana Belén y Juanjo Puigcorbé cargan con la parte más agria del tríángulo y sacan adelante con gran soltura y mejor oficio sus embolados. Pero es María Barranco la que se queda con la pera en dulce, y sabe aprovecharla con extraordinario ingenio y talento a raudales: construye un personaje fascinante, y todo cuanto ocurre en esta rara y divertida (para sonreír mucho, sin apenas reír) película, cuando no es de ella, gira en tomo a ella.
Una maravilla su actuación. Sin duda la mejor de cuantas hizo hasta ahora, pues pese a que María Barranco repite aquí sus gestos ya sabidos, se las arregla para hacerlos ver como recien inventados en una pantalla donde todo parece estar en desorden y sin embargo no crea esfuezo alguno ordenar desde la butaca su desaliño, su leve y bondadosa anarquía y su aparente desmembración, en realidad perfectamente vertebrada, pero que sutilmente quiere aparentar lo contrario.
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