Reinvención del habla castellana
Mario Moreno logró ser durante décadas una referencia indispensable para todos quienes hablamos este idioma dentro y fuera de España.Escribe el historiador mexicano Jorge Alberto Lozoya (Cine mexicano, Lunwerg, Madrid, 1993): "Mario Moreno personifica la expresión más atinada del fenómeno [del cine cómico popular mexicano] cuando, en palabras de Carlos Monsivais, pone en entredicho la 'férrea y solemne estructura idiomática que vivíamos de modo oficial'. De la manera de hablar de Mario Moreno surgirán un verbo (cantinflear) y, un adjetivo (cantinflesco) que denotan algo indefinible, pero que todo mexicano entiende". Se queda corto el historiador: aun sin comprender muchos de sus giros y articulaciones idiomáticas e incluso sin comprender ni una palabra de lo que dice, a Cantinflas lo entiende perfectamente cualquier castellano-hablante, mexicano o no.
Prosigue el lingüista Monsivais: "En México, el papel del cómico es decisivo: representa la vanguardia verbal, agrede antes que nadie los cánones lingüísticos inoperantes y propicia la aparición de nuevas formas, más vinculadas con el movimiento histórico y social. Cantinflas anunció y presagió la expropiación del español. Todas las idas y venidas de las frases, los corredores donde ninguna palabra tenía sentido o redención, son a la postre la materia prima que, con mayor humildad, hemos de usar para fabricarnos un idioma que no nos sea ajeno. Cantinflas fue el profeta de una manera definitivamente mexicana de hablar y de entenderse".
Es exacto. Una parte esencial -en realidad la básica, pues su aparato gestual carece de entretelas y de matices: es caricaturesco, por lo que resulta fácilmente imitable- de la identidad cómica de Cantinflas consiste en una manera de decir este idioma. Algo así, aunque de manera menos contundente y agresiva, ocurrió en el cine español: en la parte que éste heredó -tras la irrupción del sonoro- del lenguaje oral de la sainetería madrileña, ya que hubo cómicos pequeños y grandes (entre éstos, uno de la talla de José Isbert) que convirtieron el habla arrabalera madrileña y en menor (aunque más sobada) medida la andaluza (la escuela de Miguel Ligero) en cantera de una comicidad popular -basada casi exclusivamente en el decir- de infalible eficacia.
Pero Cantinflas fue mucho más allá de los manierismos de la tradición sainetera española, que ya estaba exprimida por casi un siglo de teatro convencional: hizo con esa comicidad del habla el cauce de una mutación no sólo del estilo coloquial del cine mexicano, sino en los comportamientos de la gente en las calles y de paredes adentro en su país, que de la noche a la mañana se encontró cantinfleando, es decir: adoptando como signo de identidad colectiva el tono y los giros de la retórica verbal del pelado, el pícaro mexicano en andrajos, callejero y sentimental, que encarnó Mario Moreno.
De ahí procede la enorme, casi desproporcionada, influencia de Cantinflas -que dilapidó su carrera en películas casi siempre mediocres y en muchas ocasiones pésimas- en la evolución posterior del cine de México: nunca, tras convertirse hacia el año 1950 en el actor de habla española- más cotizado del mundo se volvió a hablar en las pantallas mexicanas como se hablaba antes de que Cantinflas las llenase con sus divertidos e irresistibles galimatías verbales, por otra parte completamente diáfanos.
Mario Moreno solía decir que el cómico en que se inspiraba para hacer su trabajo era Charles Chaplin y que ambicionaba convertir a su Cantinflas en una réplica mexicana de Charlot. Pero no advertía que en cine el idioma tiene otras funciones y, por consiguiente, otros riesgos que los que encuentra en la literatura. Y esto trastocó sus papeles.
Si en la literatura el idioma es el único vehículo con el que el artista cuenta para atravesar las barreras de acceso al entendimiento universal, en el cine puede ocurrir, y ocurre con frecuencia, todo lo contrario: el idioma es precisamente la barrera que impide al cineasta llegar a esa ambicionada universalidad. Charles Chaplin trascendió su idioma y, por tanto, atravesó como la luz un cristal las resistencias de todos los idiomas. Pero, en cambio, Mario Moreno dependía totalmente del suyo, y los resultados de esta dependencia limitaban inexorablemente su alcance: si sus desternillantes jeroglíficos verbales fueron y son para nosotros una fuente de gracia transparente, para quien no posea por dentro este idioma se convierten en un opaco desierto de inexpresividad.
Hace años, en un ciclo de cine shakespeariano organizado en París por una entidad cultural, dos españoles asistieron a una proyección del Romeo y Julieta de Cantinflas. Entre dos centenares de espectadores, sólo ellos sacaron risas de la pantalla, mientras los franceses que les rodeaban reían también, pero por un motivo literalmente opuesto: la perplejidad que les causaban las indescifrables carcajadas de aquellos dos extranjeros, a quienes tomaron por locos. Al revés que en la literatura, donde es un puente, el idioma se convirtió allí de pronto en un foso.
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