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La responsabilidad del político

Joan Subirats

Uno de los elementos que destaca en la reciente evolución de la situación política en los países europeos más cercanos es la fuerte demanda de responsabilización individual de cada político ante la opinión pública en general y ante sus electores en particular. Probablemente ello no es sino el final de un largo proceso en el que las organizaciones han ido cada vez pesando menos y ha ido acrecentándose el papel de las personas en la política. Como decía Gianfranco Pasquino en un reciente libro, "la vieja política es la política de las organizaciones, sean partidistas o sindicales; la nueva política es la política de las personas, la política personalizada".Es indudable que el peso de los medios de comunicación, y en especial el papel de la televisión, en este cambio de perspectiva es muy importante. No sólo porque en la televisión nunca sale un partido, sino personas que representan a ese partido, sino también porque el escrutinio público sobre cada candidato o cargo público tiende a hacerse cada vez mayor. Así se ha ido produciendo lo que algunos han calificado de "americanización" de la política, cuando en realidad lo que se está describiendo es una mayor individualización de la actividad y de la responsabilidad política. Lo que de alguna manera se atribuía al american way of politics, fruto de un sistema electoral mayoritario con circunscripción uninominal, y a la debilidad estructural de los dos grandes partidos se ha ido extendiendo al resto de las democracias occidentales, a partir del creciente papel de los medios de comunicación en la formación de la opinión pública y de las imágenes o percepciones sociales.

Esa nueva política, esa personalización de la misma, provoca asimismo una creciente autonomía de los cargos institucionales en relación a los partidos. La persona electa, aunque deba su elección en nuestro sistema proporcional y de listas cerradas a la investidura que en su día hizo la organización, una vez elegido asume un nivel de representatividad social y de presencia en los medios de comunicación que parece llegar a trascender los propios vínculos partidistas. Cada vez es menos cierto aquello de que los partidos ocupan las instituciones, y cada vez más son las instituciones y los cargos públicos los que gobiernan de alguna manera en los partidos. No es éste un proceso pacífico, y requiere o está requiriendo cambios institucionales o normativos y cambios en la propia dinámica partidista, pero no puede negarse que esa tendencia existe y se acrecienta día a día.

Otros efectos de esa tendencia a la individualización o personalización política es la cada vez menor presencia de los programas de los partidos en el debate público y su sustitución por temas relativamente aislables en torno a los que los políticos más destacados manifiestan sus posiciones. La política se tematiza y de este modo pierden los partidos su capacidad de representación global de un modelo social propio y diferenciado. La decisión aparece como el elemento clave del debate, y la sociedad sanciona la indecisión, provocada a veces por la intermediación entre distintos intereses en el partido. Ello también refuerza a los individuos, a los cargos institucionales, en relación a unas organizaciones vistas como retardatarias o corporativistas.

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También las ideologías parecen tener un menor peso en el debate político actual, ante el creciente valor que la sociedad da a la capacidad de dar respuesta a sus problemas específicos y a la defensa de los derechos individuales y colectivos. Esa reivindicación de los derechos se dirige en no pocas ocasiones contra la política, contra esa vieja política llena de prepotencia, de razón de Estado, de intereses partitocráticos, que se percibe como alejada de los temas que preocupan a la ciudadanía. El cansancio que produce la vieja política entre unos ciudadanos mucho mejor informados, más cultos y más escépticos, sobre las capacidades taumatúrgicas de los distintos voceros electorales produce un cierto retraimiento de lo público, entendido como una amenaza hacia las propias parcelas de libertad. Y esa sensación ha sido electoralmente rentable para aquellos que han predicado menos Estado, a pesar de que sus recetas luego resultaran engañosas o meramente simbólicas.

Es difícil determinar si todo ese proceso nos dará una "mejor" política y unos "mejores" políticos, pero deberíamos exigir que, al menos, los ciudadanos tuviéramos mejores medios de defensa y control, mejores mecanismos de exigencia de responsabilidades hacia quienes dicen representamos. La nueva política parece exigir también respuestas individuales a quienes ocupando cargos pagados por los contribuyentes han incurrido en delitos o faltas sancionables jurídica o socialmente. El sistema democrático que hemos construido nos defiende de muchos posibles errores. Está lleno de cautelas sobre posibles abusos de poder de esta o aquella institución, pero no logra recoger esa irrefrenable personalización de la política en mecanismos de control y sanción que obligue a asumir a cada político su propia conducta, sin escudarse en su condición representativa. Los mismos partidos, temerosos del deterioro electoral que la asunción de responsabilidades puede acarrear, prefieren actuar como corporación, defendiendo a sus colegas y hundiendo poco a poco en el descrédito la actividad política en general.

No podemos sólo lamentarnos. Ni tampoco acusar sólo a los políticos de algo que la propia sociedad genera. Es preciso debatir propuestas que, sin pretender cambiar la entera moral social, permitan al menos contribuir a mejorar esa comunicación actualmente poco fluida entre políticos y sociedad, responsabilizando más a nuestros políticos y renovando así, al mismo tiempo, la fuerza representativa de nuestro sistema.

1. Ante todo, modificar el sistema electoral, adaptando el modelo alemán, que combina los sistemas proporcional y mayoritario, y que, sin probablemente exigir modificaciones constitucionales, permitiría, a costa de subir nuestro Congreso al límite de 400 diputados, establecer mejores canales de relación directa y personalizada entre electores y representantes, traspasando buena parte de la fuerza actual de los secretarios de organización de los partidos a los propios electores.

2. Cabría asimismo eliminar la inmunidad parlamentaria, entendiendo que las razones que impulsaron su establecimiento en los sistemas democráticos están en buena parte cubiertos por la transparencia informativa real o potencial de nuestro sistema y, en cambio, su mantenimiento crea la sensación de blindaje de nuestros políticos ante acusaciones que en muchos casos tienen poco que ver con su actividad parlamentaria.

3. Modificar el sistema de financiamiento de los partidos, reforzando la transparencia y la individualización de reponsabilidades. Deberían estudiarse en profundidad algunas propuestas ya aparecidas sobre legalización y regulación de la actividad de lobby, así como las que permitan donaciones personalizadas, sea a través de contribuciones directas, sea a través de porcentajes del IRPF que cada ciudadano dirigiera a un partido en particular, posibilitando así incluso establecer mecanismos de primarias antes de cada nominación electoral.

Al margen de la pertinencia o no de estas propuestas, o de su menor o mayor viabilidad a corto plazo, el tema continúa siendo cómo modificar nuestras reglas democráticas para conseguir que exista una mayor coherencia entre una política más y más personalizada y unos canales de representación inspirados aún en esa vieja política que la degradación o corrupción en algunas partes y el cansancio en otras irá inevitablemente enterrando aquí y allá.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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