Huelga y veto
LA APROBACIÓN, el pasado jueves y sin apenas modificaciones, del proyecto de ley de huelga pactado entre el Grupo Socialista y las centrales sindicales supuso una derrota política de Felipe González y su ministro de Economía. Ambos se habían pronunciado a favor de introducir en el texto las modificaciones precisas para eliminar los defectos identificados en el mismo, y que también fueron señalados por diversos sectores jurídicos y políticos. Pero el desenlace contiene sobre todo una lección sobre los riesgos que se asumen al seguir ciertos heterodoxos procedimientos en la tramitación de las leyes.La interpretación de que se trata de un desafio del aparato del PSOE al presidente del Gobierno es verosímil; pero no hace falta recurrir a ella para explicar racionalmente lo ocurrido. Es verosímil porque desde hace algunos meses la actitud del aparato socialista hacia González es la de la curia vaticana ante los pontífices: los papas pasan, la Iglesia permanece. Saben que la próxima será la última ocasión en que Felipe González encabezará el cartel electoral socialista (y ni eso está ahora seguro), y de ahí que ya no cuenten necesariamente con él para decisiones de alcance superior al del corto plazo. Pero tal como la cosa se ha planteado en la práctica, los dirigentes socialistas que han negociado con los sindicatos tenían realmente dificíl hacer otra cosa que lo que han hecho.
Lo que en un primer momento pareció una inteligente maniobra del PSOE para comprometer a los sindicatos en un proyecto razonable de huelga se ha revelado como una trampa en la que han quedado atrapados. El documento firmado en noviembre no sólo suponía un giro radical respecto al texto remitido por el Gobierno en mayo -lo que ya plantea problemas-, sino la cesión ante una parte de las fuerzas sociales no parlamentarias interesadas en el asunto sin consultar a la otra. La justificación fue que, de un lado, el derecho de huelga no se reconoce en la Constitución a la sociedad en general, sino específicamente a los trabajadores; y que, en todo caso, se trataba de un proyecto abierto a las modificaciones que las fuerzas políticas, y en particular las que quisieran asumir la representación de esos sectores no consultados -los empresarios-, tuvieran a bien plantear en el trámite parlamentario.
Lo primero es cierto, pero en el contexto concreto fue interpretado por las centrales como un derecho de veto: puesto que sólo ellas estaban concernidas, a ellas sólo correspondía pactar con las fuerzas políticas la regulación de ese derecho. E inversamente, ningún acuerdo que no contase con su asentimiento sería válido. La ambigüedad de los socialistas y otros defensores del acuerdo a la hora de refutar tales pretensiones, por temor a una ruptura del compromiso, provocó que la segunda justificación también quedase invalidada en la práctica: fortalecidos los sindicatos por las concesiones arrancadas y situado el PSOE en un punto de difícil retorno dado el heterodoxo itinerario seguido -el de enmendar su propio proyecto-, cualquier intento de plantear modificaciones o aceptar las propuestas por la oposición se enfrentaba a la amenaza sindical de romper la baraja.
Las reuniones entre dirigentes socialistas y de los sindicatos celebradas con posterioridad al 25 de febrero -día en que González se muestra públicamente partidario de corregir ciertos aspectos del proyecto pactado- difícilmente podían conducir a un resultado diferente al que hubo: que las centrales se cerraron en banda, advirtiendo que cualquier modificación de entidad implicaría la ruptura del acuerdo y, por tanto, una actitud belicosa frente a una ley que no reconocerían. En esas condiciones, los negociadores socialistas, condenados a elegir entre lo malo y lo peor, sólo obtuvieron de sus interlocutores la aceptación de una enmienda por la que se limita a los trabajadores de cada empresa el derecho a permanecer en sus instalaciones durante la huelga. Pero se mantiene en los términos pactados lo relativo a los piquetes, sin las garantías que la experiencia aconsejaba respecto al derecho a trabajar de los que no secunden las huelgas. Un desenlace que dudosamente responde a las inquietudes ciudadanas que decidieron al Gobierno, tras años de demora, a plantear la regulación de la huelga de acuerdo con la previsión constitucional.
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