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La España churrigueresca

Juan Luis Cebrián

Cuenta Alejandro Lerroux en sus Memorias que, estando un día en el Palacio de las Cortes de tertulia, se dedicó a criticar, en compañía de don Eduardo Santa Cruz, la portada del Hospicio madrileño, que no era del agrado de su compañero. En esas, acercóse don Álvaro de Albornoz, quien, irritado ante los comentarios, arrebató el sombrero a don Eduardo y le gritó imperioso, hasta por tres veces:-¡Descúbrase en presencia de Churriguera!

Tan conminatorio era el tono, y tan descarada la demanda, que Santa Cruz llegó a sospechar que el propio arquitecto redivivo se había presentado allí. Hasta que, cabreado por la insolencia del otro, se irguió, efectivamente, dio media vuelta y espetó:

-¡No me da la gana de descubrirme delante de Churriguera!

Pues, con todos los respetos, a mí tampoco. Y lo digo porque de un tiempo a esta parte, casi a diario, tengo que soportar, como millones de españoles, que un puñado de ciudadanos, adueñados de unas pocas tribunas y de un ardor inquisitorial que para sí hubiera querido Torquemada, nos acosen con idénticas o parecidas pretensiones: que nos descubramos ante sus opiniones, por churriguerescas que resulten, si no queremos que nos tilden de desaprensivos, corruptos o herejes.

No sería grave el menudeo de estos incidentes, en los que abunda el protagonismo de los pícaros dispuestos a levantarnos la cartera en medio de admoniciones sobre la decencia, si no fuera porque el discurso político y el periodístico discurren cada día más por los meandros de un casticismo peligroso y de una considerable ausencia de información, al margen los eructitos intelectuales con que algunos de esos personajes nos regalan. De forma que la opinión pública española encara esta especie de segunda transición política que nos ha tocado vivir bastante peor provista de ingenio y sentido común que cuando tuvo que heredar el legado de la dictadura.

Mientras tanto, un debate de fondo se produce en el mundo occidental, al que de momento, y pese a los esfuerzos en contra de esos sermonarios colegas míos, seguimos perteneciendo. Es el que emana de la destrucción de la utopía socialista, de la crisis coetánea de los modelos socialdemocrático y neoliberal y del renacimiento de ideas y comportamientos que sirvieron de cuna al fascismo.

Entre las falacias a las que nos tienen acostumbrados los orates de turno está la de negar -o al menos olvidar- que los serios problemas que enfrenta la ciudadanía española están profunda y directamente relacionados con la crisis general por la que atraviesa el concierto de las naciones, y más concretamente las del continente europeo. Hay una tendencia evidente a acusar al Gobierno de embozar su incapacidad o su cansancio en alusiones improcedentes a la situación más allá de nuestras fronteras. En realidad, el Gabinete lo tiene bien empleado, porque en las épocas de bonanza tampoco era demasiado explícito su reconocimiento de que el auge económico y el crecimiento experimentado en nuestro país se debían, en gran medida también, a los réditos de nuestra incorporación, por periférica que sea, al conjunto de naciones más avanzadas y ricas de la tierra. En cualquier caso, el resultado es que la controversia política y su reflejo en los medios de comunicación parecen cada vez más ajenos a las dificultades objetivas de los pueblos europeos para redefinir una convivencia estable, no amenazada por la guerra, la destrucción y la pobreza.

España se enfrenta a problemas muy similares a los que experimentan los países de nuestro entorno, y son absolutamente imposibles de resolver si no es mediante el esfuerzo y la cooperación internacional.

Europa pasa por momentos amargos que no sólo tienen que ver con la polvareda levantada por el Tratado de Maastricht. En el terreno político existe una creciente inseguridad, fruto de la desaparición del enemigo común -el antiguo bloque comunista- y del aumento de los sentimientos nacionalistas en todas las regiones. Dichos sentimientos han desembocado en guerras terribles como la de la antigua Yugoslavia, posible preludio de otros conflictos más graves, caso de que se fracture la Federación Rusa o de que se internacionalicen los enfrentamientos étnicos en los Balcanes.

Las necesidades de financiación de la clase política y la voracidad de algunos de sus protagonistas han multiplicado los casos de corrupción en muchos países de la Comunidad Europea. Desciende con ello la confianza de los ciudadanos en sus representantes y se tambalea la credibilidad de los sistemas democráticos. Éstos se ven amenazados, además, por las reyertas sobre la identidad cultural e histórica de sus pueblos y por su consiguiente reconocimiento en las instituciones. Existen serios peligros de división en Bélgica o Italia, terrorismo independentista en el Reino Unido y España y escisiones efectivas en muchas de las naciones-Estado de lo que fuera el bloque comunista.

En el terreno económico, Occidente paga ahora los excesos del capitalismo financiero, las políticas aventureras del reaganismo y la decadencia histórica del Estado de bienestar. Se viven años de recesión, en los que las poblaciones son golpeadas por el aumento del paro mientras crece la inseguridad de los ciudadanos respecto a su futuro personal. El mantenimiento de grandes déficit públicos y el endeudamiento consiguiente para combatirlos forman parte de un panorama en el que la globalización de la economía desplaza fácilmente los procesos productivos hacia países con mano de obra más barata y disciplina laboral mejor garantizada.

En el campo social asistimos al inicio de grandes migraciones desde el este de Europa y el norte de África hacia los países más desarrollados. Cientos de miles de personas empujadas por la guerra, el hambre y la desesperación ganan nuestras fronteras. Su llegada provoca reacciones de racismo, xenofobia y discriminación. Su disposición a realizar los trabajos más duros en condiciones que no aceptarían los nacionales desfigura la estructura del mercado laboral. La presencia organizada de esas minorías religiosas y étnicas colisiona a veces con las tradiciones y hábitos de unas sociedades acostumbradas a mirarse a sí mismas como exclusivamente blancas y de cultura judeo-cristiana. Las pulsiones racistas son halagadas por sectores de la ultraderecha, que ganan posiciones cada día. Una situación así, de fraccionamiento social, confusión de criterios, privatización de actitudes y aumento de la violencia -incluso si ésta es a veces sólo verbal- resulta el mejor marco posible para el crecimiento del populismo y la demagogia.

Mientras estas cosas suceden, más de 200 millones de habitantes al este del continente se enfrentan con la eventual aniquilación de sus Estados, la supresión de su memoria histórica, la desaparición de sus economías, el enfrentamiento entre sus pueblos y la negación de sus horizontes. La Europa comunitaria, aunque fuera sólo en defensa de sus propios intereses, tiene la obligación política y moral de contribuir con dinero, imaginación y propuestas a resolver el futuro de esos países. Quién sabe si también con una intervención militar. Si queremos apartar de nosotros el fantasma de la guerra y despejar la amenaza de serios conflictos internos en nuestras comunidades es precisa una contribución no retórica a la resolución de los problemas allí planteados. O sea, que junto a los sacrificios inevitables que requiere la salida de la crisis económica es preciso añadir los que se derivan de este compromiso de apoyo a la pacificación continental. Ningún político, ningún sindicalista que se precie puede ofrecer otra cosa por el momento que sudor y lágrimas a sus electores. Para hacerlo necesita, desde luego, exhibir además un comportamiento decente y una motivación racional. Pero salir ahora a la palestra con promesas de felicidad a corto plazo es ofender la inteligencia de los ciudadanos y echarse en manos del engaño.

En este marco, la situación política española necesita cualquier cosa menos la demagogia bienpensante que algunos creadores de opinión practican. Junto a la crítica, sin duda necesaria, es preciso escuchar y debatir proyectos. La democracia supone, entre otras cosas, una libertad de elección de alternativas, pero no puede convertirse en la destrucción de todas ellas. En un país donde la Ilustración fue maltratada, tenemos derecho todavía a reivindicar un poco más de racionalidad y un poco menos de cuento. Ante el asalto permanente de los cantamañanas, herederos del churrigueresco en política, dedicados a expender certificados de pureza de sangre, la sociedad tiene derecho a defenderse.

Por un lado es preciso restablecer la confianza en nuestra democracia, plagada sin duda de vicios y errores, pero que ha demostrado una superioridad histórica y moral absolutamente formidable sobre cualquier otro de los sistemas conocidos. Por otro, hace falta un liderazgo fuerte y una mayoría sólida capaz de hacer frente a lo que se avecina. El fantasma más justamente temido de los que se ciernen sobre las próximas elecciones es el de la abstención, especialmente entre los jóvenes. Desencantados y perplejos, tienden a preguntarse por las virtualidades de un régimen por el que se sienten maltratados. Es preciso explicarles que, cualquiera que sea el futuro, este país es hoy definitivamente mejor que el que conocieron sus padres. Más libre, más feliz, más rico. Y que volver la espalda a esa realidad, empujados por el pesimismo del momento o por la propaganda de los resentidos, es simplemente iniciar el regreso a los tiempos de la caverna.

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