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Melancolía, agitación y poder

"Detecté en él una cierta melancolía, que ya había visto antes en aquellos que cambian la seguridad de la agitación por las inseguridades del poder".La afirmación pertenece al novelista y ensayista de origen jamaicano Vidiadhar Surajprasad Naipaul, y pretende describir con ella el estado de ánimo, la perplejidad, de aquellos líderes políticos que llegan al poder sin experiencia democrática previa y tienen que hacer cuentas con la realidad y tomar decisiones que van a tener que ser puestas en práctica y que, por tanto, van a incidir en la vida de los ciudadanos.

Tenía anotada la frase desde hacía muchísimos años, tantos que creía que me había olvidado por completo de ella, sin que nada me hiciera pensar que ocupaba algún lugar en mi memoria. Y sin embargo, el sábado 27 de febrero, al leer el artículo de Ignacio Sotelo Una política socialdemócrata de empleo, se me vino inmediatamente a la cabeza, la busqué y la encontré.

Melancolía resultante de cambiar la seguridad de la agitación por las inseguridades del poder. Creo que es imposible caracterizar de una manera más acertada el que tiene que ser el estado de ánimo del presidente del Gobierno, así como el de todos los demás miembros del mismo, que pasaron casi sin solución de continuidad de la agitación contra el régimen del general Franco a la ocupación del poder con mayoría absoluta durante: una década.

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Es más que probable que artículos como el de Ignacio Sotelo, en el que se le recuerda a Felipe González lo que decía cuando estaba en la oposición y lo que ha hecho (mejor dicho, lo que Sotelo considera que ha hecho) cuando ha ocupado el Gobierno, acentúen todavía más su melancolía. Y no tanto porque puedan hacerle pensar que se ha equivocado, sino más bien porque le confirmarán en lo distinto que resulta simplemente predicar, como hacía hace 12 o 14 años, y tener que dar trigo, como le ocurre desde hace una década.

Y esto es así, independientemente (le la seguridad personal que el presidente del Gobierno haya conseguido como gobernante en esta década, que ha tenido que ser mucha. No creo que nadie pueda discutir seriamente que Felipe González ha alcanzado una comprensión notable de la complejidad de la acción política en un país como España, con una importante tendencia a la invertebración y en medio no de una crisis económica sin más, sino de una limitación social, económica y política", iniciada a mediados de la década de los setenta y de la que el hundimiento de los "países del socialismo real", el fin de la guerra fría y la "globalización de la economía" han sido las formas de manifestación más llamativas.

Justamente por eso, cuanto mayor sea su seguridad personal como consecuencia de su experiencia en la dirección del Estado, tanto mayores tienen que ser sus inseguridades políticas respecto de las decisiones que tiene que tomar. Al revés de lo que le pasaba hace algo más de 10 años.

Esto no es algo específico del presidente español, sino de todos los europeos. No hay ninguno que en estos momentos (y me refiero a los últimos 15 años) haya podido o pueda dejar de tener inseguridades concretas respecto del uso que ha de hacer del poder. Y si no las ha tenido o las tiene, peor para el país al que dicho presidente le cae o le haya caído en suerte. Ahí está el caso de Margaret Thatcher, para quien todo parecía estar meridianamente claro y ha dejado un país tras más de una década de gobierno en medio de una crisis moral sin parangón con la de ningún otro país europeo occidental. Me remito al excelente artículo de William Pfaff, Britain: Demoralized, let down by mediocre elites. (Herald Tribune, 25 de febrero de 1993).

Es obvio que con inseguridades exclusivamente no se puede gobernar, entre otras cosas porque se va a la parálisis. Y decisiones hay que tomar. Pero no hay seguridad política posible en la dirección del Estado en estos momentos. Entre otras cosas porque no sabemos qué es lo que puede y debe hacer el Estado, y menos que nada en relación con el desempleo.

El Estado que todavía hoy tenemos es el Estado que empieza a configurarse a finales del siglo pasado con la incorporación paulatina de una nueva clase social al proceso político representada por los partidos obreros y la imposición progresiva del sufragio universal, que sustituye la relación entre partidos conservadores y liberales que había dominado el siglo XIX a través de restricciones en el ejercicio del derecho al sufragio por la de los partidos conservadores y socialistas. Tal Estado se impondría de manera irreversible con la crisis de 1917, experimentaría las dificultades de crecimiento en el periodo de entreguerras y se consolidaría con la derrota de los fascismos en la II Guerra Mundial.

El Estado de este periodo, independientemente del partido que ocupara el poder en cada momento, es un Estado al que podríamos calificar de socialdemócrata. La presión de los partidos obreros, la influencia de la revolución rusa primero y de la crisis del 29 después, las dos guerras mundiales y la lógica del sufragio universal transformaron al Estado liberal básicamente represivo del XIX en el Estado democrático básicamente proveedor de servicios sociales del XX. Al Estado en el que los gastos sociales no representaban casi nada, en otro en el que representan más del 80% de lo que hace y de los recursos que absorbe. Esto es lo que ha pasado desde finales del siglo pasado y éste es el Estado que todavía tenemos.

Pero desde mediados de la década de los sesenta dicho Estado ha dado señales inequívocas de que no es un instrumento adecuado para hacer frente a los problemas que se plantean a las sociedades por él representadas políticamente. Durante los primeros años de la crisis continuó actuando, como lo había hecho en el inmediato pasado, en parte por inercia y en parte porque se estaba en la fase final de la guerra fría con los países del socialismo real. Pero los resultados alcanzados han dejado fuera de toda duda que tal política pertenece al pasado. A pesar de que el estímulo procedente del déficit público acumulado por todos los países industrializados ha sido el mayor en tiempos de paz de todos los conocidos, el aumento del desempleo ha sido imparable en todos los países europeos.

No quiero, en modo alguno, sugerir con esto que hay que apuntarse a políticas de tipo neoliberal, que han tenido resultados todavía más catastróficos que las de tipo socialdemócrata, además de dejar grietas en el tejido social de repercusión cierta en cuanto al sí, aunque incierta en cuanto al cuándo.

Pero sí me interesa resaltar que no hay ninguna política socialdemócrata de empleo, como la ha habido en el pasado. Que tal política es un espejismo y que no hay forma de instrumentarla en el mundo de hoy. Y menos por parte de un Estado como España.

La eficacia en la dirección del Estado no va a depender, como en el pasado, de lo que el Estado haga, sino del liderazgo social que el Estado sea capaz de protagonizar, a fin de que la sociedad sea capaz de organizarse de tal manera que aproveche las ventajas comparativas de las que disponga para insertarse en la división intemacional del trabajo.

El Estado tiene que ser el promotor de un nuevo contrato social que sustituya al contrato socialdemócrata que ha dominado el siglo XX. Contrato social en el que seguirá teniendo importancia la posición que cada individuo ocupa en la producción de bienes y servicios y, por tanto, el componente de clase, pero en el que dicho componente va a operar de manera muy distinta a como lo ha hecho en el pasado. De ahí procede la crisis sindical generalizada a la que estamos asistiendo.

El principio de constitución económica, la relación capital-trabajo asalariado, va a continuar siendo el mismo. Pero el marco en el que van a tener que operar los portadores de dicha relación social, empresarios y trabajadores, no va a ser el mismo, el marco del Estado nacional, sino el marco regional europeo en el contexto de un mercado mundial cada vez más decisivo.

La cohesión interna va a continuar siendo importante en el futuro, como presupuesto para que un país pueda compartir internacionalmente, pero tal cohesión va a ser cada vez menos resultado de la acción del Estado para pasar a ser cada vez más el resultado de la competitividad internacional de la sociedad. En dicha competitividad el Estado va a seguir teniendo un papel, y un papel importante, pero menor que el que ha tenido estas últimas décadas.

Justamente por eso no hay en el horizonte inmediato, como no lo ha habido en esta última década, ninguna posibilidad de poner en práctica una política socialdemócrata de empleo. No hay ningún país europeo, ni siquiera de los más sólidos, como Alemania o Francia, que haya podido hacerlo. Y mucho menos lo van a poder hacer en el futuro. Haberse dado cuenta de esto a tiempo ha sido no un error sino uno de los grandes aciertos de los Gobiernos de Felipe González.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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