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¿Y África?

África tiene hoy, del Mediterráneo al cabo de Buena Esperanza, entre 500 y 600 millones de habitantes. Y si se tiene en cuenta la edad de éstos, se puede prever que en el año 2015 la población sobrepasará los 1.000 millones. Es decir, en el próximo cuarto de siglo, el aumento previsible de la población de nuestros vecinos será superior al total de la población de América Latina y representará el doble de la población total del planeta en tiempos de Cristo.¿Por qué es esto así y qué problemas plantea?

Es demasiado fácil decir que el índice de crecimiento demográfico tanto del África mediterránea como del África subsahariana es producto de no se sabe qué frenesí sexual. Es fácil y fundamentalmente falso. El comportamiento sexual de los africanos no es más desenfrenado que el de los habitantes de otros continentes. Pero en Africa, un hijo es un don del cielo. Es bien venido, se le considera necesario. A una mujer no se la valora socialmente a menos que tenga muchos hijos, no se siente mujer más que cuando es madre de una numerosa prole; el fenómeno es, a la vez, social y psicológico.

Tiene una explicación objetiva, pero también da idea de la inercia del comportamiento humano. Hace 50 años, 20 o 30 en algunos lugares, la mortalidad era tan elevada que había que tener ocho o diez hijos para conservar tres. Y un homibre y una mujer necesitan tres hijos para asegurar su vejez; no hay seguridad social ni cajas de pensiones, y los hijos son la garantía de una vejez tranquila. Recordemos al rey de Marruecos cuando dijo que la idea de un asilo para ancianos es impensable para un árabe (podía haber dicho un africano): el lugar de los viejos (¡y con qué respeto se pronuncia esta palabra!) es la casa.

Se ha producido un cambio decisivo, pero los africanos no han asumido su importancia y no han cambiado su comportamiento: gracias a la medicina, la mortalidad infantil ha disminuido considerablemente; ahora sería suficiente tener cuatro o cinco hijos para conservar los tres necesarios para la vejez. Se comprueba que esto es cierto, pero ni las mujeres, ni los maridos, ni la sociedad lo tienen todavía en cuenta. Serán necesarias dos generaciones para que el ritmo de los. nacimientos se acomode al de las "necesidades". Pero dentro de dos generaciones, la población se habrá duplicado con creces, lo cual planteará temibles problemas al continente y a sus vecinos.

Problemas temibles para África, puesto que esa explosión demográfica va acompañada de una tendencia al éxodo rural y, por tanto, a la urbanización. Se puede calcular que dentro de 20 años el continente deberá acoger en sus ciudades a 500 millones de seres humanos, que harán que sus ya gigantescas ciudades, llenas de miseria, enfermedad, tráfico de droga, violencia y muerte, se vuelvan monstruosas e inhabitables.

¿Existen remedios para esta situación? El primero sería no predicar la natalidad. En este sentido, la postura de Juan Pablo II es contraria a toda razón. Su lucha contra el aborto es legítima, su neutralidad respecto a la planificación familiar es comprensible, pero que predique, como lo hace, el aumento de la natalidad en un continente que pronto se verá aplastado no por el volumen de su población, sino por el ritmo al que ésta se multiplica, es incomprensible. El otro remedio, el más eficaz a largo plazo, es la educación de las adolescentes. Se observa que la evolución del índice de fecundidad es inversamente proporcional al de la escolarización de las jóvenes. Pero esto lleva tiempo y las cifras citadas anteriormente demuestran que no lo tenemos.

Algunos han comenzado a soñar (o a temer) que el sida actúe de fenómeno regulador. Es una actitud monstruosa e ilusoria. Ilusoria porque, incluso poniéndose en el peor de los casos, parece que los muertos provocados por la enfermedad no cambiarán de forma significativa la curva de crecimiento demográfico del continente. Pero, sobre todo, es monstruosa porque desprecia el sufrimiento y los riesgos, porque contradice la filosofía y las orientaciones de la política mundial en el tema de la salud: hay que combatir todas las enfermedades y se deben realizar todas las investigaciones necesarias para acabar con ellas, porque, afortunadamente, ésa es la normaque la especie humana ha adoptado.

Éste es el cuadro que, sin ninguna duda, ofrecerá el conjunto euroafricano dentro de un cuarto o un tercio de siglo: una Europa rica y en declive demográfico separada por un estrecho lago de un África pobre, a veces miserable, y en plena explosión demográfica: unos pocos ricos dilapidadores instalados en el mismo rellano que una multitud de jóvenes parados, insatisfechos y rebeldes.

Europa debe prepararse para ayudar a África a encontrar su equilibrio, lo que exige un esfuerzo considerable, o para abrir de par en par sus fronteras, lo que plantea problemas de equilibrio interno.

Europa no es la única que puede decidir el futuro. Tiene que decir lo que puede y quiere hacer: no podrá controlar las oleadas migratorias, de las que tiene necesidad, a menos que se convierta en un socio activo y generoso -en finanzas, técnicos, apertura de sus mercados- del desarrollo africano.

El equilibrio dinámico es, sin duda, posible. Pero hace falta estudiarlo y quererlo.

Edgard Pisani es presidente del Instituto del Mundo Arabe, de París, y de la revista LÉvénement Européen.

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