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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Italia no perdona

LA RECETA para los males de Italia iba a ser pasar la esponja, pero no tanto como para que los políticos que durante años han burlado la ley y la moral salieran indemnes. El primer ministro Socialista, Giuliano Amato, declaró la semana pasada a EL PAÍS que no habría ley del perdón. Pero el proyecto de decreto que el Gobierno mandó al presidente: de la República, Oscar Luigi Scalfaro, se parecía extraordinariamente a un borrón y cuenta nueva, pero con las mismas reglas: se castigaría por la vía no penal, es decir, con multas elevadísimas, a quienes fueren reos de obtener comisiones ilegales para la financiación de sus partidos. Se seguía que la consecuencia para los culpables sería su apartamiento de la vida pública para siempre.Con ello se conseguirían dos cosas. Por una parte, acabar con la Operación Manos Limpias, emprendida por la judicatura de Milán, que amenaza con meter en la cárcel a la totalidad de la clase política italiana; se evitaba así la paralización de la vida política (procesos interminables, resolución ad calendas, destrucción del sistema parlamentario). Parecía mucho más lógico cortar de raíz el mal, acabar con él de una vez por todas y alejar de la vida pública a los infractores. Lo que ocurre es que el segundo resultado del decreto propuesto habría traicionado al primero, porque lo único que hubiera conseguido en la práctica habría sido incrementar el coste de la financiación ilegal de los partidos con el monto de la multa. Y en cuanto al apartamiento de los inmorales, se trata, como afirmaba ayer en estas páginas Eugenio Scalfari, director de La Reppublica de una engañifa, puesto que nada les impedirá concurrir nuevamente a las elecciones como candidatos de sus respectivas formaciones.

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En realidad, Amato (y sobre todo su ministro de justicia, el profesor de Derecho Giovanni Conso) había pretendido establecer una distinción moral y penal entre el enriquecimiento ilegal de los individuos y la percepción por éstos de comisiones ilegales para sus respectivos partidos. Y habían pretendido sugerir que es peor lo primero que lo segundo, o, más aún, que lo segundo no es realmente delictivo, sino más bien comprensible en la esforzada lucha final por el triunfo último de la democracia.

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Pero el clima público italiano no está ya para componendas y trapicheos. La ciudadanía rechaza el espectáculo de una clase política que se empeña en autoperdonar sus décadas de corrupción escondiéndose detrás de la necesidad de no dejar al país sin cabeza. Y el presidente de la República se negó anteayer a firmar el decreto y lo devolvió al Gobierno, que lo ha retirado y ahora tendrá que tramitarlo como ley en el Parlamento. Hizo bien en apartarse de la disciplina de los partidos, en separarse de los complejos vericuetos de la vida política (en cuyos embrollos todo acaba siendo comprensible y excusable) y en superar por elevación las dificultades de su cargo. En los momentos más graves, el presidente debe ejercer las funciones equilibradoras que le confiere la Constitución.

Por eso hizo igualmente bien Scalfaro en oponerse a que Amato dimitiera anteayer y dejara a Italia sin Ejecutivo en vísperas de una moción de confianza y de la discusión del nuevo proyecto -ahora de ley- de autoperdón. Es más que probable que el calvario de Amato no haya concluido tras superar la moción: que tenga que defender la ley y que además se vea obligado a permanecer en el banco del Gobierno cuando el Parlamento discuta el levantamiento de la inmunidad parlamentaria de Bettino Craxi, el ex líder socialista, ya aprobada en comisión. Difícilmente puede hacer otra cosa Amato, que ha afirmado reiteradamente que no quiere convocar elecciones sin que haya sido aprobada en el referéndum del 18 de abril la nueva ley electoral, única fórmula para romper el estancamiento de unos votos que, una y otra vez, han requerido Gobiernos de coalición. Luego, harto, ha dicho que dejará la política.

Mientras tanto, la judicatura de Milán sigue adelante con su receta de aplicar sal gorda en las heridas de Italia. Como revulsivo de la opinión pública y como llamamiento y lección morales, la campaña está produciendo los resultados apetecidos. Y trae cada día el goteo de un nuevo señalamiento con el dedo acusador dirigido contra los prohombres que creyeron que para desarrollar Italia y desarrollarse a sí mismos todo valía.

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