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Mas trágico que el terror

Cuando, hace 40 años, en el mes de marzo de 1953, los soviéticos se enteraron de la muerte de Stalin, se sintieron embargados por un sentimiento de dolor y angustia. Hubo que aislar inmediatamente Moscú del resto del país para impedir la invasión de la gente de provincias que deseaba rendir su último homenaje al líder difunto. Pero esta medida excepcional no impidió el drama: centenares de miles de moscovitas se lanzaron a la calle, hacia el centro, en grupos reunidos al azar, en familias, jóvenes y viejos. Y esta inmensa marea humana terminó por chocar contra las barreras formadas por los camiones militares que bloqueaban el acceso a la Casa de los Sóviets, donde estaba expuesto el cuerpo de Stalin. La multitud no podía recular, y a nadie se le ocurrió apartar los camiones. El resultado fue un gigantesco pandemónium en el que perecieron centenares, si no miles de personas. Aún hoy no se sabe el número exacto de víctimas. Las autoridades desplegaron todas sus energías para ocultar el suceso al país y, evidentemente, al mundo exterior. Los cuerpos de las víctimas identificadas no se entregaron a las familias más que a las noches siguientes, con la prohibición de hablar del suceso y de enterrarlos de día. Hubo que esperar a la desestalinización de Jruschov para poder empezar a recordar esa jornada sangrienta, al principio con medias palabras y mediante el subterfugio de la literatura.Jamás ha conocido Rusia, ni antes ni después de la revolución, escenas de dolor colectivo que desembocaran en una carnicería como las que sucedieron a la muerte de Stalin. Jamás ha sido posible que algo semejante ocurriera en una gran capital europea sin que el mundo entero lo supiera inmediatamente. El drama que tuvo lugar en marzo de 1953 en Moscú da idea de la magnitud del aislamiento de la URSS en esa época y de su locura. Hoy es incómodo hablar en Moscú de esos hechos porque cuadran mal con la tesis de la mayoría de los historiadores postsoviéticos, según la cual el régimen de Stalin sólo estaba basado en el terror. Pero, si eso fuera cierto, la muerte de Stalin no hubiera provocado tantas lágrimas sinceras ni tantos miedos irracionales. Es evidente que el estalinismo tenía otra dimensión, más compleja, pero también más trágica, puesto que a la larga desembocó en el, estallido de la URSS.

Dejé ese país en 1946 sin nostalgia, pero sin rencor. En 1953, en París, no lloré la muerte de Stalin, al contrario. A través del filtro de mis recuerdos veía un país con un inmenso potencial humano y material que se ahogaba en el corsé de una religión castradora y contraria a los principios de la revolución de octubre de 1917. Junto a muchas personas de la Izquierda occidental, pensé que tras la muerte de Stalin sonaría la hora de la laicización del régimen soviético. ¿En qué basaba esa esperanza?

Mis amigos rusos, cosacos o ucranios, sobre todo en el Ejército, no eran seres "aterrorizados" ni especialmente conformistas. Estábamos en guerra, y los militares se sentían demasiado importantes como para temer una penetración policial o algún tipo de vigilancia. Era, pues, paradójicamente, un periodo de relativa tolerancia en el que se podía, entre amigos, hablar abiertamente, criticar el pasado, hacer proyectos de futuro. Todos querían continuar los estudios tras la victoria, y esa sed de conocimiento me parecía muy prometedora. Pero sólo tenía que ver con las carreras profesionales, no había la menor veleidad política. A nadie se le ocurría pensar en la posibilidad de Influir en el desarrollo de la sociedad. El destino colectivo descansaba únicamente en la sabiduría de Stalin, "nuestro padre", "nuestro sol", "nuestro guía infalible". Educado en una familia atea polaca, me eran muy desagradables esos calificativos de connotación religiosa, y me gustaba pensar que mis camaradas terminarían por rechazarla y pasarían a tomar su destino entre sus manos. Su identificación con Stalin durante la guerra era comprensible porque, como había monopolizado todo el poder, se suponía que de él partían todas las decisiones, buenas o malas. De esa idea nació, tras la capitulación de la Alemania nazi, el dicho popular: "¡Donde está Stalin, está la victoria!". Armada con tal convicción, la gente no se sentía muy inclinada a reflexionar sobre los nuevos decretos de su guía. La esperanza de que la situación mejoraría tras la guerra se vio rápidamente frustrada, y la represión se cebó en los prisioneros de guerra a su vuelta de Alemania. Era chocante e incluso sorprendente, pero, a pesar de todo, Stalin seguía siendo el sol de los soviéticos. "Creer es tener calor en la vida", dice un viejo proverbio ruso.

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Ese culto era insensato, diría Jruschov en 1956 a pesar de haber sido uno de sus oficiantes. Y para justificar su pasado fue el primero en echar la culpa de todo al terror. En realidad, la religión estalinista tomaba su fuerza de ciertas ideas heredadas de la revolución de octubre que todavía tenían influencia en la gente. Stalin las resumió primero en un catecismo, Cuestiones del leninismo, y después en el Compendio de historia del PC (bolchevique). Ni Marx ni Lenin se hubieran reconocido en esos textos seleccionados arbitrariamente que amputaban a su doctrina toda su vocación liberadora e igualitaria. Lo único que permanecía era el llamamiento al orgullo productivista proletario y a la voluntad de edificar en un tiempo récord una sociedad industrial. El catecismo de Stalin era, en principio, producto de las circunstancias: la revolución de octubre era un desafío a las potencias capitalistas que no escondían su intención de abatirla. "Tenemos 10 años para acabar con nuestro retraso secular; si no lo hacemos nos triturarán", dijo Stalin en 1931, y, en efecto, la invasión nazi comenzó en 1941, 10 años después de ese veredicto profético. Pravda afirma hoy que la historia le dio la razón a Stalin, pero nada prueba que esas fábricas que salvaron a la URSS no se hubieran podido levantar con menos gasto humano, sin las sangrientas purgas de los años treinta que, además, condujeron a un terrible empobrecimiento de la "cultura proletaria", cuyos mejores creadores fueron eliminados.

Así, en la llamada patria del comunismo yo no encontré jamás un solo comunista en nuestra acepción del término, es decir, hombres politizados y alimentados con la vasta tradición del movimiento obrero internacional. En Rostov del Don, donde viví cuando terminó la guerra, había una fábrica de tabaco que llevaba el nombre de Rosa Luxemburgo, pero en la biblioteca no se podía encontrar ni uno de sus libros. Y el mismísimo Marx no tenía mejor suerte: podía estudiarse su pensamiento en las recopilaciones preparadas por las personas apropiadas, pero jamás en sus propias obras. Aislados del mundo, no nos enterábamos de los debates que tenían lugar fuera, no conocíamos a Antonio Gramsci, a Bertolt Brecht, a Ernst Bloch, ni a Georg Lukáks, por no hablar de las otras familias espirituales. Esto no impedía a los ideólogos estalinistas reivindicar su innegable superioridad respecto al resto de los revolucionarios del mundo ni creerse los "maestros del pensamiento" socialista.

Esa pretensión no desapareció tras la denuncia a Stalin en el XX Congreso del PCUS. Jruschov y después Bréznev pusieron fin a la represión, estabilizando de ese modo la élite del poder formada en tiempos de Stalin. Jamás se les ocurrió atacar las ideas que habían justificado primero el poder de Stalin y luego el suyo. Nada tiene de asombroso, pues, que a la hora de la glásnost, cuando Gorbachov planteó el problema de la alienación de los soviéticos en lo que a la política y el trabajo se refiere, no recibiera como respuesta más que salmodias anticomunistas y ninguna propuesta válida para una posible democracia socialista. Rápidamente, la flor y nata de la intelligentsia soviética se volvió contra él por la única razón de hablar de "una opción socialista". Los que hasta ayer pretendían enseñar al mundo cómo edificar el socialismo se dedicaron con la misma presunción a explicamos que no había que hacerlo. Su bagaje cultural no ha cambiado, como tampoco lo han hecho sus mecanismos mentales, pero ocupan un lugar mucho mejor en la escala social y tienen intereses que defender.

Se dice que uno de los dos viejos bolcheviques, Bujarin o Trotski -no recuerdo cuál de los dos-, dijo antes de ser ejecutado por Stalin que "la venganza de la historia será más fuerte que ese secretario general que se cree todopoderoso". En parte tuvo razón, porque la religión estalinista sucumbió poco después de la muerte de Stalin, pero se equivocó en la naturaleza de la venganza, ya que seguro que no imaginó que la nueva sociedad industrial levantada por Stalin reproduciría la estratificación social del mundo "normal" -como ahora se dice en Moscú- sin crear en los trabajadores anticuerpos comparables a los del movimiento obrero occidental. La arrogancia de los nuevos ricos rusos, que sin ningún escrúpulo están vendiendo a precio de saldo las riquezas de su país, constituye en este 40º aniversario de la muerte de Stalin la consecuencia más flagrante de su herencia. Pero la historia no se para aquí, y yo no me arriesgaría a predecir dónde estará la URSS dentro de cinco o diez años. Es posible que, simplemente, la venganza de la historia anunciada por el viejo bolchevique necesite más tiempo.

K. S. Karol es periodista francés, especialista en cuestiones del Este.

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