Clamor agrario
EL CAMPO es uno de los sectores productivos que objetivamente más padecen los efectos del proceso de convergencia europeo. De ahí su soterrado estado de protesta, que estalla compulsivamente, a veces en tractoradas, como la producida en la primavera del año pasado, en incidentes como los vividos ayer en Barcelona o en marchas verdes como las que hoy confluyen en Madrid procedentes de diversos puntos geográficos.La presencia en la, capital de España de miles de agricultores obedece, inicialmente, a problemas de coyuntura: los derivados de la sequía de los dos últimos años en muchas zonas, la reducción de ingresos y rentas en el último ejercicio y el imparable aumento de la deuda del sector. Pero tales problemas no bastarían por sí solos para provocar movilizaciones de esta envergadura si no estuvieran enmarcados en lana perspectiva de futuro que no alienta al optimismo.
Desde hace al menos tres lustros, la agricultura española está realizando un importante esfuerzo de modernizacion, con logros patentes en algunos aspectos, acelerado desde que se inició, en 1986, el proceso de integración en los mecanismos del mercado único europeo puesto en marcha el 1 de enero de 1993. En el camino, el campo ha dejado muchas heridas, de las que la más dolorosa ha sido la expulsión de un volumen tal de personas que se ha convertido en una auténtica reconversión.
De 1987 a hoy, y en un proceso aún inacabado, han sido decenas de miles los agricultores que cada año han abandonado el campo. Pero esta reducción de trabajadores -lógica y necesaria para situar la población agrícola española en torno al 8%, igual que en los países vecinos- no ha bastado para acercar la productividad de las explotaciones agrarias españolas a la de las europeas, ni ha ido acompañada de una renovación generacional capaz de abrir nuevas perspectivas al sector (la mitad de quienes trabajan en él superan los 50 años de edad).
Aparte de su carácter económico, la drástica disminución de la población agraria tiene una dimensión humana cuyo tratamiento requiere mucho tacto y todavía más recursos. ¿Se habría producido esa crispación permanente en el campo español si hubiera habido un poco más de ambas cosas? El caso es que ese trasvase a otras actividades, o a la jubilación anticipada, debe ser digno, negociado, planificado y sin el cariz traumático que ha revestido en algunos momentos: el de quien se siente expulsado de lo que ha sido su forma tradicional de vida.
En estos momentos, la agricultura española está necesitada, en primer lugar, de respuestas urgentes a sus problemas de coyuntura: los de la sequía, la caída de la renta en un 8% en 1992 y el endeudamiento, que alcanza 1,9 billones de pesetas. Sin olvidar que su solución sería un mero espejismo si no se la vincula con la de sus problemas de fondo: envejecimiento galopante de la población y ausencia de políticas que propicien su rejuvenecimiento; vetustas estructuras productivas y de comercialización, que provocan ya un déficit de la balanza comercial por valor de 160.000 millones de pesetas y unos abultados márgenes comerciales que llegan al 300%. A ello hay que añadir los recursos insuficientes destinados a facilitar el proceso de cambio (los casi 600.000 millones de ayudas comunitarias se dedicaría compensar los bajos precios en un mercado cada vez más liberalizado, no a mejorar la rentabilidad del sector).
Uno de los riesgos evidentes en el mundo agrario sería el del afianzamiento de la idea de que todo está perdido, de. que no hay salida posible. Sin embargo, ni se ha agotado el plazo de las soluciones ni es el momento de las actitudes derrotistas. Los problemas del campo español siguen constituyendo un reto por el que batirse en Bruselas y sobre el que articular un proceso serio de concertación entre la Administración y las organizaciones agrarias. Para ello haría falta habilidad y sensibilidad en la defensa de los intereses del campo español por parte de la Administración, y más realismo y concreción en sus propuestas por parte de los representantes de los agricultores.
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