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Crítica:MÚSICA CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Serenidad de Celibidache

Si el primer concierto de Celibidache y los filarmónicos de Múnich tuvo una respuesta del público que parecería insuperable, el segundo se encargó de desmentir tal suposición. Claro que estaba en programa la Quinta sinfonía de Beethoven, precedida por la Sinfonía en mi bemol de Mozart, dos partituras capitales en la historia de la música que, además, presentan no escasos puntos de relación.Mozart, en su Sinfonía en mi bemol, compuesta en 1788, cuando contaba 32 años, se muestra fuertemente beethoveniano e incluso anticipa muy concretas soluciones de la Heroica. El impulso interior que da vida a la forma no es ya la aceptación previa de cánones establecidos; la tensión se mantiene, a lo beethoveniano, por la fuerza de las líneas interiores; el nacimiento de la obra, en el adagio que precede al allegro, se apoya en la insistencia de un ritmo yámbico (una nota corta y una larga) y el juego contrastante de los temas los convierte en personajes con significación dramática propia.

Ciclo Ibermúsica de Orquestas del Mundo

Filarmónica de Múnich. Obras de Mozart y Beethoven. Auditorio Nacional, Madrid, 3 de marzo.

Beethoven escribe la Sinfonía en do menor entre 1805 y, 1808 y al final de este año, el 22 de diciembre, la estrena en unión de la Pastoral y La fantasía para piano, coros y orquesta, el más concreto antecedente del final de la Novena. Cuando, después de escuchar a lo largo de nuestra vida la sinfonía de la llamada del destino miles de veces, aparece en manos de Celibidache, se impone una vez más la sensación de estreno. Pocas páginas se han escrito dentro del género sinfónico tan precisas, rotundas y unitarias como la Op. 67 del Beethoven de 38 años, que eleva el clasicismo vienés, animado de sentimiento romántico, hasta una de sus grandes cimas.

Hay en las versiones de Celibidache un rasgo permanente que en sus años de altísima madurez -andar trabajoso y mente superlúcida- llega al extremo: la serenidad. Quizá se trata de un hecho resultante provocado por la voluntad de que la obra de arte no quede turbada por la invasión de las pasiones y, menos todavía, por el deseo de producir efectos. Celibidache, como él mismo gusta repetir, recomienza, aparta de sí un inmenso cúmulo de literatura, especulación filosófica, imaginería violenta, a lo Bourdelle, y una cadena de versiones precedentes. Se enfrenta con nueva y limpia mirada ante los pentagramas, los analiza "a ojos y oídos" de la audiencia para darnos no sólo la belleza, sino sus razones.

Que tal actitud y sus consecuencias derivadas choquen con lo habitual, que casi siempre es lo rutinario, no ha de extrañar, pero lo cierto es que los oyentes, en escucha activa, se acomodan a la manera distinta, la hacen suya y la aclaman. Por fortuna, Celibidache ha cedido a la tentación de grabar gracias al invento del videoláser. La lección de su Quinta sinfonía o de su Mozart terminal quedará para el futuro como testimonio inapreciable.

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