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Una política socialdemócrata de empleo

Retrocedamos a finales de los setenta, comienzos de los ochenta, cuando en España gobernaba UCI). Los socialistas, por boca de su secretario general -de ello dan cumplida cuenta las hemerotecas-, tenían las cosas bastante claras en lo que respecta al paro, el mal social que consideraban prioritario combatir. Incluso Helmut Schmidt, representante del ala más a la derecha de la socialdemocracia, prefería por aquellos años que subiera cinco puntos la inflación a que lo hiciera el paro. En el mismo tono, Felipe González declaraba en octubre de 1978 que "en la lucha contra la crisis económica, para la derecha, el elemento más importante es la inflación, de la que el paro sería una consecuencia. Para nosotros, el elemento más importante es el paro". En marzo del año siguiente, el líder socialista manifestaba que "UCD, la derecha, ha tocado ya techo en su capacidad de reforma y va a iniciar un claro repliegue hacia la defensa de los intereses de la derecha a que representan. Darán la batalla por la flexibilización de las plantillas, relegarán el problema del paro y no van a potenciar la inversión pública precisamente". Palabras que, leídas 14 años más tarde, parecen pintiparadas para calificar la política económica realizada por el Gobierno socialista.Hasta 1982, los socialistas españoles distinguían con nitidez entre una política económica de derecha que apostaba por la estabilidad de la moneda, como elemento fundamental para propiciar el crecimiento -ya que el mercado, si los salarios aumentasen sensiblemente por debajo de la productividad, resolvería poco a poco, y sin más ayuda, el problema del paro-, frente a una socialdemocracia que negaba categóricamente que sin una política específica de empleo pudiera aminorar el paro. Ni siquiera para mitigarlo bastaría un crecimiento sostenido a largo plazo, ya que tasas relativamente altas de crecimiento podían ser compatibles con el mantenimiento de una de desempleo también alta.

Los socialdemócratas de los años setenta estaban empeñados en denunciar la falacia de que el crecimiento económico por sí solo sería suficiente para eliminar el paro. Las relaciones entre crecimiento económico y empleo son lo bastante complicadas para que podamos recurrir a correspondencias tan simplistas. Se pensaba entonces -y se vuelve a pensar ahora que el empleo no es un bien que se derive sin más del crecimiento económico; de ahí que sea preciso diseñar en cada coyuntura -no suelen servir las recetas exitosas del pasado- una política apropiada de empleo.

Más aún: los socialdemócratas estaban convencidos de que su objetivo económico principal, el pleno empleo, cuestionaba no pocos privilegios de las clases pudientes, y que, a la inversa, un paro alto estructural era el instrumento adecuado de que disponía el sistema para disciplinar a la clase obrera, que, una vez instalada en el Estado de bienestar, no dejaba de importunar, al subir cada vez más el listón de las reivindicaciones.

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La crisis de los setenta restableció un paro medio bastante alto, que desempeñó un papel decisivo en el triunfo del neoliberalismo conservador al cumplir la doble función, por una parte, de congelar la subida de los salarios reales, y por otra, de disciplinar a la clase obrera, ya sin otro objetivo que no perder el puesto de trabajo o de acceder a él si lo había perdido.

El desplome de las economías burocráticas del Este, cada vez menos productivas, pero que mantenían el pleno empleo, se utilizó para legitimar el falso dilema, que ha llegado incluso a penetrar en los sectores obreros, de que habría que elegir entre una buena cantidad de paro, con la ventaja de disfrutar de una economía dinámica en rápido crecimiento, o bien anteponer el pleno empleo como prioridad máxima, tal como hacía la izquierda, y entonces habría que conformarse con un descenso continuo de la productividad que conduciría inexorablemente a una pobreza generalizada.

Al comenzar los noventa, el paro comunitario pasó de ser considerado el mayor lastre de nuestras economías, sobre todo por sus consecuencias sociales, a venderse como un mal necesario, propio de una economía libre que quiere conservar su dinamismo. Las políticas de empleo, y con más razón el pleno empleo resultante, habría que pagarlas al precio altísimo de un estancamiento de la economía. La elección es bien sencilla: o paro o pobreza.

En cambio, se plantea la necesidad de una política de empleo, cuando no se cree que pueda producirse una autorregulación del mercado de trabajo, sin costos altísimos para los más débiles, y, sean cuales fueren los costos económicos de una política de empleo, se considera una "monstruosidad" que una buena parte de la población se vea privada del derecho a trabajar.

La política socialdemócrata no ha consistido en el pasado ni consiste en el presente en una política económica liberal -no habría más que una política económica, que no sería ni de izquierda ni de derecha- que culmina luego en una política social acorde con el crecimiento conseguido, tal como la presentaron los socialistas en el poder. La política económica socialdemócrata, por un lado, reclama una serie de intervenciones públicas en los más diversos aspectos de la política de empleo, industrial, fiscal, etcétera, y por otro, no toma en serio esa etapa idílica, siempre inalcanzable, en la que se pasaría a una mejor retribución de la riqueza producida según las duras leyes del mercado.

En líneas generales, el Estado ha de intervenir, y no poco, para que funcione más o menos el mercado -no en vano, los beneficios están en relación inversa a su funcionamiento, de modo que nadie más enemigo del mercado, aunque lo invoquen continuamente como legitimación, que los que lo dominan-, y en segundo lugar, para promocionar y encauzar el crecimiento, sin cuya coordinación resulta demasiado costoso y desarmónico, a la vez que ha de ocuparse de mantener un cierto equilibrio macroeconómico, así como de una mejor distribución de los costos sociales.

Desde estos supuestos, ampliamente compartidos, muchos quedamos estupefactos ante la rapidez con que los socialistas, nada más llegar al poder, tiraron por la borda la experiencia acumulada del movimiento obrero, así como los principios más elementales de la socialdemocracia, para embarcarse en una política económica de corte clásico que, con mínimas correcciones, proseguía la que había hecho UCD, la misma que los socialistas habían criticado tan duramente en los años de oposición.

Nos llevaría demasiado lejos -pero habrá que hacerlo algún día con el detenimiento debido- tratar de reconstruir el conjunto de razones, unas coyunturales -seguramente desde el poder es muy dificil zafarse de las modas que sostienen estructuras de poder muy consolidadas-, otras más subjetivas, ligadas a la personalidad de los que tomaron las decisiones; el hecho es que se operó una repentina y casi milagrosa conversión por la que de pronto se abandonó el programa propio para esperar todo, hasta la eliminación paulatina del paro, de una política liberal ortodoxa. Al desembarcar en el poder, la dirección socialista descubre de sopetón que, tanto en política económica como en política

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Una política socialdemócrata de empleo

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exterior, la razón la llevaba el Gobierno que tanto había criticado en la oposición.

Han pasado 10 años, incluso en política un plazo más que prudencial para aventurar juicios, y se han confirmado todos los temores que albergaban los socialistas respecto a la incapacidad de una política económica ortodoxa para reducir, no digamos para eliminar, el paro. En octubre de 1980, Felipe González decía que "la democracia en este país no resiste fácilmente con dos millones de parados". Para nuestra suerte, no parece demasiado desestabilizada con tres, pero en algún punto estará el tope, y descubrirlo nos puede salir demasiado caro.

En abril de 1982 manifestaba Felipe González, refiriéndose al presidente del Gobierno entonces en funciones, que había "dicho públicamente que la economía mejora, aunque el paro siga aumentando. No establezco ninguna conexión de aquiescencia entre aquel hecho y esta declaración, pero eso que ha declarado el presidente del Gobierno es monstruoso". Monstruoso, pensaba el presidente actual, es que se pueda decir que las cosas marchan, que la economía va por buen camino, cuando la tasa de parados, superaba el 14%. Llegados al récord del 20%, no sé con qué adjetivo calificaría hoy el estado de la nación, desde la triste experiencia de que, en los 10 años de su Gobierno, en ningún momento ha conseguido una tasa inferior a lo que entonces él consideraba "monstruoso".

En la crisis general que sufre Europa, con un rápido aumento del desempleo en todos los países de la Comunidad, me temo que el Gobierno, ya tan escarmentado con sus pronósticos sobre la reducción del paro, si sigue convencido de que no habría otra política posible, trate al fin de justificar los tres millones de parados -que no todos se negarán a trabajar, o lo hacen ya en la economía sumergida- como el mal menor en que se fundamenta nuestro dinamismo futuro, como reza la legitimación implícita que del paro ha hecho siempre la derecha.

Ahora bien, muchos españoles no podrán imaginar que el dogma del converso pueda sobreponerse hasta éste punto a la evidencia y querrán saber si el presidente sigue convencido de que, desde la prioridad absoluta de reducir el paro, la política económica realizada sigue considerándola la correcta. Si, pese a los resultados, así lo piensa, se impone una segunda pregunta: ¿en qué basa entonces su confianza para pensar que en los próximos 10 años la continuación de la misma política tendrá más éxito que en el decenio anterior?

En un año electoral, el presidente tiene ante sí la ardua labor de convencer a los españoles de que una política que no ha funcionado en los 10 últimos años, sin cambiarla en lo fundamental, va a funcionar en los próximos. O bien anunciar un cambio de rumbo y volver a la política socialdemócrata que defendía en la oposición. Lo malo es que un segundo giro hecho por él no contaría ya con demasiada credibilidad. Cuando las políticas se agotan, los políticos, por superdotados que se sientan, acaban por desinflarse. Lo malo es que, al empeñarse en ignorarlo, no faltan aquellos que prefieren abrir la caja de Pandora. Resultaría trágico que, sin haber puesto en práctica una alternativa socialdemócrata, el PSOE hubiera conseguido dejarla ya sin posible utilización, precisamente cuando el horizonte vuelve a presentarse como acaso la única salida del atolladero.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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