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Walesa, un mito que muere

Adam Michnik

Los cambios que se produjeron en 1989 en la Europa comunista fueron una auténtica revolución, aunque, con la excepción de Rumania, no acarreó el tradicional derramamiento de sangre.En Hungría y Polonia la revolución triunfó gracias al compromiso alcanzado entre la oposición y el poder; en Checoslovaquia, la República Democrática Alemana, Bulgaria y Albania, como resultado de masivas protestas de la sociedad, que se echó a la calle protagonizando enormes manifestaciones, y en Rumania, como resultado de una breve lucha armada contra la policía política y el dictador Ceausescu.

Sin embargo, todas esas revoluciones tienen un denominador común: la capitulación de. los comunistas que ostentaban el poder, considerada por los aparatos de sus partidos, policías y parcialmente también de sus eejércitos -seguramente con razón- como una traición. Las élites comunistas, no sostenidas ya por Moscú, comprendieron que renunciando al poder -que podían mantener solamente aniquilando a la población- podían impedir la revancha que seguramente hubiese llevado a muchos al paredón.

Las revoluciones tienen un lugar y varias etapas, y las que comenzaron en 1989 en Europa oriental no fueron una excepción. Como todas tuvieron una primera etapa en la que el principal objetivo era la lucha por la libertad. Tienen también una segunda etapa, la que vivimos hoy, la etapa de la lucha por el poder.

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Esa segunda etapa de nuestras revoluciones hace que resurjan las actitudes propias de los jacobinos de la Revoluci6n Francesa y de los bolcheviques de la revolución rusa, aunque al tener raíces pacíficas, por suerte, no siembran la muerte entre los vencidos.

En Eslovaquia, los héroes de la segunda etapa de la revolución se valen de la retórica. nacionalista para justificar su despiadada lucha contra otras fuerzas políticas. En la República Checa, lo que con orgullo llamaban "revolución de terciopelo" se ha convertido en una caza de brujas comunistas. En Hungría, el hombre de hierro Istvan Csurka repite la fraseología típica- de los fascistas de los años treinta. En Albania, la anciana viuda del dictador Enver Hoxha, que tuvo la desvergüenza de morirse antes de ser juzgado, ha sido condenada a largos años de prisión a sus 71 años.

Las revoluciones, sangrientas o pacíficas, no consiguen, como se ve, eludir su segunda y repugnante etapa, tan opuesta a la primera, sublime, romántica e idealista. Tampoco lo ha conseguido en Polonia, donde la lucha entre muchos héroes de la revolución de Solidaridad, la primera que derrotó al comunismo en Europa oriental, se está hundiendo en un pestilente fango.

Lech Walesa, fundador y líder de Solidaridad, premio Nobel de la Paz en 1983 presidente de Polonia, es hoy el blanco principal de los ataques de aquellos que exigen un nuevo reparto del poder, es el mito que muere de algo que fascinó al mundo. Pero, corno ocurrió en la Revolución Francesa y en la bolchevique, es el propio Walesa, como los jacobinos y muchos de los dirigentes del comunismo ruso, uno de los principales culpables de que una lucha sin cuartel ponga hoy en peligro la construcción pacífica del nuevo orden social y económico.

Fue precisamente Walesa quien encabezó en 1990 los grupos descontentos, porque la caída del comunismo no había dado automáticamente el paraíso, porque no habían sido premiados con carteras ministeriales y porque el nuevo régimen que surgía en Polonia no era católico y nacionalista como muchos anhelaban. Apoyado por los frustrados, Walesa declaró la guerra al primer ministro Tadeusz Mazowiecki y destruyó la idea de que todas las fuerzas, las del pasado y las que acababan de aparecer en el escenario político, trabajasen juntas para el bien del país.

Walesa encabezó aquella extraña coalición porque era el primer frustrado, ya que veía cómo Mazowiecki, al que consideraba un simple consejero suyo, se convertía en figura mundial.

Walesa consiguió el apoyo de los frustrados porque de la manera más irresponsable articulaba sus ilusiones, prometiéndoles la rápida creación del paraíso, la entrega de 100 millones de zlotys (un millón de pesetas aproximadamente) a cada ciudadano para que pudiese comprar acciones en las empresas estatales privatizadas, el castigo de los comunistas y la construcción de una Polonia sólo para los polacos".

Con esas y otras promesas igualmente imposibles de cumplir, porque contradecían los intereses del país, Walesa triunfó en las elecciones presidenciales, pero empeñó su futuro y dio a sus enemigos más implacables de hoy los más valiosos argumentos para atacarlo. Cuando estalla una lucha sin cuartel por el poder, pocos son los que saben renunciar a llenar de lodo a su adversario. Los enemigos de hoy de Walesa, que encabeza Jaroslaw Kaczynski, el hombre que dio el triunfo en las elecciones presidenciales de 1990 al líder de Solidaridad, no saben ni quieren renunciar al lodo. Kaczynski acusa a Walesa de haber sido confidente de la policía comunista. Acusa de lo mismo a muchos de los más cercanos colaboradores del presidente, sin excluir a su confesor particular, el sacerdote Cybula, y en manifestaciones callejeras exige que se destituya al presidente. Tiene razones para ello, porque Walesa no ha cumplido ninguna de las promesas que hizo a sus electores. Kaczynski sabe también que puede acusar impunemente al presidente, porque Walesa, que antes era respaldado y aclamado por una gran parte del pueblo, hoy no tiene en quién apoyarse: no puede pedir ayuda a la intelectualidad porque rompió con ella, como hombre del poder no inspira confianza, y la Iglesia, muy debilitada por sus intentos de influir sobre la vida pública del país, ya no es un aval fidedigno.

Pero Walesa tiene razón cuando acusa a sus adversarios de desestabilizar el país y, aunque no es el presidente que Polonia necesita, se merece, como figura que ocupó ese cargo por voluntad del pueblo, el apoyo de todos los que defendemos las instituciones y mecanismos democráticos, y más aún por cuanto Polonia está amenazada de deslizarse hacia formas de poder autoritarias, exigidas por las corrientes populistas.

Hoy ante Polonia, un país de singular importancia por los 40 millones de habitantes que tiene, por su situación geográfica entre dos grandes comunidades, la CE y la CEI y el potencial económico de que dispone, se abren dos posibilidades: encontrar un compromiso o la destrucción de la democracia. No induce al optimismo el hecho de que el más rabioso populismo vuelva a levantar cabeza y haga llamamientos cada vez más insistentes a la xenofobia y al antisemitismo.

Yo siempre me opuse a la caza de comunistas y al anticomunismo visceral, pero hoy advierto el peligro de que se restablezca en Polonia alguna forma del antiguo régimen, porque, ante la ofensiva lanzada por las fuerzas ultraderechistas e irresponsables, una gran parte del electorado podría optar por un mal menor, los ex comunistas. Por eso, aunque no fui yo, sino Kaczynski, quien prometió a los polacos que Walesa haría milagros, me opongo a que sea derrocado por quienes buscan una solución en las calles. Creo que el cumplimiento hasta el fin del mandato de Walesa será una buena lección para aquellos que le votaron y les enseñará que la votación democrática no es un juego, sino un acto que debe ser reflexionado y no condicionado por las pasiones, porque tiene enorme importancia para el futuro de cada país democrático.

Soy un optimista incorregible y siempre confío en el buen juicio de la gente, aunque la realidad a diario lo niegue, y por eso espero que surja un nuevo centro político, consciente del peligro que nos amenaza y de las grandes posibilidades que se abren ante Polonia, a condición de que sepamos mantener la democracia. Todos, desde el presidente Walesa y el primado de la Iglesia católica, Glemp, hasta la primera ministra Suchocka, deben dar pruebas de que preferimos el compromiso a la guerra; tenemos que escoger entre la esperanza y la catástrofe.

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