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El experimento

Fernando Savater

Como toda pedagogía, para ser efectiva, comporta una cierta simplificación, a veces los simplificadores más burdos aciertan con alguna imagen realmente educativa: lo malo es que ellos la desperdician con mala fe o la emplean al revés por torpeza. Tal es el caso del dictamen (luego edulcorado) del ministro Corcuera acerca de los permisos carcelarios: son experimentos, y los tales, de acuerdo con Eugenio d'Ors, deben hacerse con gaseosa en lugar de con champaña. Empleada al calor de los crímenes de Alcàsser, la frase es una villanía: deja entender que en manos del juez hubiera estado evitar esa matanza y silencia que el presunto criminal, buscado desde hace meses por la policía, vivía con pasmosa normalidad en su casa, a sabiendas de toda la vecindad. El corolario del aforismo lo ha puesto otro ministro, chocantemente de Justicia, reclamando que la última palabra en concesión de permisos pase de los jueces a las propias instituciones penitenciarias y dando a entender que así habría menos permisos y, por tanto, menos crímenes. Desde luego, nada deshonra tanto a un Gobierno mínimamente progresista como este despliegue de ostentórea firmeza contra garantías que son la definición y el prestigio de un Estado de derecho, mientras da muestras reiteradas de comprensiva benevolencia ante las corrupciones que lo desmienten. Pese a todo, la imagen del experimento aportada por Corcuera es un hallazgo válido. Quisiera tomársela prestada en un sentido en parte similar y, sin embargo, radicalmente opuesto al pretendido por él.¿Cuál es el contenido más hondo, no ya de las sociedades democráticas realmente existentes, sino de la civilización democrática, cuyo ideal se abre lentamente paso a escala planetaria? En las sociedades previas, el individuo fue siempre sólo un factor más de la conducta social: cuando ésta es desaprobada, el agente de ella puede ser suprimido sin escrúpulo. En la civilización democrática, el destino del individuo está por encima de su conducta social. Ciertos comportamientos, desde luego, deben ser prohibidos, impedidos o castigados: suprimidos en la medida de lo posible. Pero ningún sujeto individual debe ser inconstitucionalmente suprimido. Este respeto constituye la clave de la soberanía personal de todos y cada uno, es decir, el reconocimiento de su dignidad democrática. Por eso creo que la pena de muerte, pese a estar aún vigente en algunas grandes democracias (y en nuestro país, aunque dentro de un muy restrictivo supuesto), es esencialmente incompatible con la civilización democrática de la que hablo. La definición más hermosa de Europa que conozco no es geográfica, ni estrictamente cultural o política: la brindó Jean Pierre Faye al decir que "Europa es allí donde no hay pena de muerte". Me gustaría que la palabra democracia sustituyera (¡o acompañara!) en esa frase a Europa.

Ahora bien, la supresión de la pena de muerte -démosla por aceptada mayoritariamente- presenta implicaciones que no todo el mundo percibe como necesarias. Para empezar, grandes gastos. Y después, ciertos riesgos. Cortar la mano derecha al que roba una cartera, azotar públicamente al prevaricador, castrar al violador (quirúrgicamente o con dos piedras) y, sobre todo, decapitar al homicida (o al traidor, o al traficante ... ) son barbaridades contra la integridad vital del sujeto, pero barbaridades baratas. Privarle de libertad durante cierto periodo de tiempo con garantías civilizadas para su vida es mucho más caro. En contra de lo que a veces dice un utilitarismo superficial y en el fondo predemocrático (según el cual siempre es responsable la sociedad y nunca el individuo, lo cual es otra forma de que la conducta social fagocite al sujeto), la función de la privación de libertad no es solamente la rehabilitación o reinserción social del penado. También hay una retribución punitiva por su delito, pues se le reconoce como libre. La reinserción, en último término,, no puede ser un automatismo de la cibernética carcelaria, sino una opción del sujeto que implica su aquiescencia y, por tanto, permite su rechazo. Pero para que este juego sea limpio son imprescindibles dos condiciones. Primera, que el castigo retributivo sea la privación de libertad acordada por las leyes y decidida por el juez, y nada más (no los malos tratos, el hacinamiento inmundo, el peligro del sida, la sumisión a mafias carcelarias, etcétera); segunda, para que el castigo no sea venganza bárbara deben brindarse los medios de la rehabilitación civil, laborales, educativos, etcétera, tanto dentro de la propia prisión como, más tarde, en la acogida social del ex recluso que desee aprovecharlos.

Muchos gastos, pues: hay que invertir más en nuevas cárceles para descongestionar las actuales y también asumir que pueden hacérnoslas cerca de casa, aunque no sea plato de gusto para nadie; formar más personal especializado en instituciones penitenciarias, psicólogos, educadores; aumentar los medios de los juzgados para que se reduzcan al mínimo las escandalosamente prolongadas prisiones preventivas, etcétera. Pero también existen riesgos, como siempre que se decide respetar las libertades y reconocer los derechos, es decir: vivir civilizadamente. Los permiisos carcelarios (que cuentan con la animadversión de la prensa reaccionaria y de ETA, de modo que algo bueno deben de tener) son indispensables de doble manera: impiden que el ciudadano que padece la pena quede definitivamente segregado del contexto comunitario, de modo que resulte casi imposible su posterior regreso normal a él, y ofrecen a los funcionarios de prisiones un aliciente para estimular la buena conducta más constructivo que la amenaza de las celdas de aislamiento. Es cierto que una minoría de reclusos aprovecha los permisos para cometer delitos, a veces muy graves: ni el juez más escrupuloso y mejor asesorado puede preverlo de antemano en todos los casos, pues tratan con seres humanos dotados de iniciativa propia, y no con autómatas programados para el mal o para el bien. Bloquear los permisos para evitar los delitos que a veces se cometen en ellos sería tan tiránico como suprimir los fines de semana porque suele aumentar el número de accidentes.

Razón tiene Corcuera: la civilización democrática es un ex perimento, y realizado con el champaña de nuestras vidas, y no con la gaseosa de las teorías. Creo que hay que decirlo así públicamente, para comprometer a la gente con los gastos y riesgos de las libertades de que gozan (y con la dignidad humana que representan) en lugar de fomentar la tendencia histérica al garrotazo y tentetieso del más cazalloso clamor popular. Para mí, lo más alarmante desde el punto de vista legal de los sucesos de Alcàsser ha sido la declaración del hermano del su puesto asesino, que contó cómo la policía le había pasado una bolsa de plástico por la cabeza en el interrogatorio y le había pegado reiteradamente. Que yo sepa, ningún fiscal se ha interesado en investigar esos supuestos malos tratos, ni los medios de comunicación, tan prolijos en el morbo más rastrero, se han preguntado por la suerte que corrió en las dependencias policiales este disminuido psíquico. Así se fomenta el desdén por las garantías que tenemos para magnificar sólo sus zozobras. Este experimento que vivimos produce a veces amargas lágrimas, es cierto, y de ellas he mos tenido buena ración televisiva estos días. Suprimirlo pro duciría otras lágrimas, a mi juicio más atroces, como aquellas de la pesadilla de Bertrand Russell. Soñó el filósofo que estaba sobre un alto acantilado, viendo cómo una muchedumbre fervorosa arrojaba por el precipicio uno a uno a numerosos condenados, tras leer en voz alta sus crímenes. Todo el mundo mostraba gran alborozo, salvo una niña, que lloraba un poco retirada. El soñador creyó ver en ella un alma sensible en tre tantos bárbaros, y le preguntó: "¿Estás triste?"'. Y la pequeña sollozó: "Sí, porque no me han querido dar programa".

es catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco.

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