Intimidad de la mirada
Belén Franco
Galería Columela. Lagasca, 3. Madrid. Febrero.
Hace tres anos, comentando la grata sorpresa causada por aquella primera presentación de su pintura que Belén Franco (Madrid, 1956) realizó en este mismo espacio, destaqué ya especialmente, entre los síntomas más positivos que el encuentro dejaba traslucir, el hecho de que -sin traicionar en ningún punto el sentido de las fascinaciones y complicidades que vinculaban su apuesta a un cierto sector específico de nuestra figuración- la artista mostrara ya indicios bien claros de hallarse embarcada en una búsqueda de acentos e intenciones mucho más íntimos.Y, en efecto, las obras que integran ahora esta nueva muestra reflejan, más allá de toda duda, la huella de un estimulante proceso de afirmación personal en la que la pintora ha acertado a enriquecer un territorio poético netamente diferenciado. El alcance de esa afirmación es, desde luego, intenso y pleno en el complejo tapiz alegórico que tejen estas telas; y obtiene, asimismo, una claridad creciente en la distancia que va marcando su lenguaje a lo largo del periodo definido por la elaboración de este ciclo.
Como bien narra Ramón Mayrata en el sagaz diario de viaje por la geografía interior de estas pinturas que abre el catálogo de la exposición, Belén Franco ha acertado a construir, desde la disparidad caleidoscópica de los juegos de lenguaje, un discurso moral de rara emoción. Su puerta se abre con esa cita a Friedrich, reiterada en las espaldas de las figuras que se abisman en un paisaje.Arquetipos
En ocasiones Belén elige ciertos temas sacros -Adán y Eva, los pecados capitales, la torre de Babel-, y a través de soluciones emblemáticas muy libres abre insólitas derivaciones alegóricas a la lectura del arquetipo. Pero, a la par, establece también otra red, tejida sobre vínculos más sutiles, en ese lugar del símbolo donde se cruzan la imagen y la pintura. Desde ese punto todos los ciclos se engarzan como las cerezas que arrastramos al tomar una del cesto. Se hacen así especulares, formas confluyentes hacia un mismo centro, la enajenada exaltación de lo festivo en La loca del mar o esa serena ceremonia de sensualidad que define el espléndido Mercado de telas.
De hecho, se abre aquí una vía -que es también donde alcanza Belén Franco lo mejor de sí misma- donde la pintura obtiene una equívoca elocuencia centrada cada vez más en sus armas naturales. Los bodegones y aún más las lectoras como estampas de la melancolía en las que se destila finalmente esa extraña "ética de la felicidad" que mueve, como voz esencial, la pintura de Belén Franco. Lucidez ajena a la añoranza, tan sólo se niega a ratificar aquello que nuestra paradójica condición nos hurta, esa materia fugaz y evanescente que Conrad nombró "la leyenda de las ilusiones".
Babelia
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