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La catedral de la mente

Tras exhibirse en Nueva York, se presenta ahora en Madrid esta importante muestra individual de Luis Gordillo (Sevilla, 1934), la más amplia y relevante que ha celebrado aquí desde 1987, y estoy por decir que una de las más completas de los últimos 10 años, los de su reconocimiento público y de su proyección internacional. Este último dato no es irrelevante porque estaba por ver cómo reaccionaría este artista agónico, acostumbrado a ir a contracorriente y hasta contra sí mismo, y cuya obra, además, siempre había presentado el lado más ácido, complejo y exigente que pudiera darse desde una óptica vanguardista, cuando, como le ha ocurrido en los últimos tiempos, probara las mieles del éxito y la aprobación social.Pues bien, hoy Gordillo se puede considerar ya como una institución, pero su obra no ha perdido eso que hace unos años Guillermo Pérez Villalta definió como gótico. Es verdad que Pérez Villalta, uno de los pintores que en los años setenta madrileños se fijaron en la obra de Gordillo, utilizaba el término gótico para, desde una perspectiva cronológico-estilística, diferenciarse individual y generacionalmente del modelo del artista sevillano, pero, sea como sea, acertó de pleno con el adjetivo, que le cuadra a la perfección.

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Pienso efectivamente que Gordillo es psicológica y estéticamente un creador gótico, en primer lugar, en el sentido que dio a este estilo medieval Wilhem Worringer como expresión genuina de quien, desgarrado por la presión del dualismo, "necesita bucear en lo infinito para encontrar la emoción de eternidad". En este sentido, el hombre gótico, al contrario del clásico, continuaba afirmando el fundador de la estética psicológica, produce sin objeto directo, "sin otro propósito que el crear una movilidad infinita, en ascensión ininterrumpida, para envolver en ella al espíritu como en una espiral de humo"; esto es: lo gótico no se sustenta, sino que pugna contra la materia -la naturaleza, el orden biológico y social, la razón- y busca ansiosamente la inmaterialización. Por lo demás, no es un secreto que el arte español ha estado dominado por el goticismo más allá del medievo, como lo demuestran la pintura de El Greco -al que Gordillo destaca entre todos los pintores del pasado-, pero significativamente también la escultura de Julio González, uno de cuyos más relevantes escritos de su etapa, final, donde trataba de explicar su revolucionaria obra última, así como el sentido de "dibujar en el espacio" de Picasso, se presentó como una defensa del gótico.

Todo esto cuadra a la perfección con Gordillo, pero lo que nunca imaginé es que, muy en el espíritu sacral español, obstinadamente irreductible a la secularización moderna, acabara haciendo una catedral a partir de los tortuosos vericuetos mentales. Hace falta estar ciego, por ejemplo, para, al penetrar en la galería Marlborough y enfrentarse con ese impresionante políptico, titulado encima Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío, no sentir la helada mano invisible: de ese ángel terrible que nos susurra desde lo oscuro y compromete nuestra precaria identidad.

Luis Gordillo hace bromas, pero no puede reírse de sí mismo. Curiosamente, en esta exposición ha estigmatizado el espacio mismo de la galería, gracias a cuyos densos, monumentales y agónicos cuadros -trípticos, polípticos y laberíntícas series de hasta 64 piezas, que apelan a las secuencias giróvagas de una infinita melopea, letanía del rezo o cronografía de las ondas cerebrales- se nos muestra como una planta basilical en forma de cruz latina o T cabalística.

Todo se multiplica, se alarga, se descoyunta, se inmaterializa, hasta que el horror vacui se funde en una inquietante eléctrica luz verdosa, que nos envuelve, nos altera y nos transparenta con el penetrante parpadeo con que las antiguas vidrieras, cual si se tratase de un rayo, dejaban mágicamente fulminado el ánimo del creyente. Lo que, empero, el rayo verde del gótico Gordillo fulmina es la cáscara craneal de nuestras defensas, dejando nuestra mente en vilo, como un cerebro palpitante cargado con la electricidad de miedos y deseos.

Es impresionante: ni la madurez, ni el éxito, ni al parecer nada pueden convertir a Gordillo en un clásico. Desgarrado íntima y esencialmente por la dualidad, este creador gótico nunca me había transmitido una sensación tan inquietante y extrema de la agonía psíquica. Es verdad que los infinitos recursos logrados a través de una ya dilatadísima pugna le permiten evitar, como le ocurriera antaño, la parálisis creativa, pero esta sabiduría sobrevenida trabajosamente en la madurez le han llevado a construir una catedral de la mente, que tiene no poco de catedral del dolor. Ya lo sabemos definitivamente: Gordillo no se posa, ni se aquieta; se eleva hasta el infinito. Es gótico: no hay paz para él y no nos permite reposar.

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