El ritmo de la reforma educativa
EL NUEVO calendario de aplicación de la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), pendiente de aprobación por el Gobierno, sustituye al establecido en marzo de 1991. Los cambios son mínimos: el próximo año académico se pondrán en marcha dos cursos de la nueva estructura, en lugar de los cuatro previstos, y todo el proceso de reordenación durará 11 en vez de 10 años. Los responsables de Educación del Gobierno y de las comunidades autónomas han explicado la modificación por razones de encaje entre el viejo y el nuevo sistema, pero la mayoría de los sindicatos, así como los partidos de la oposición, han interpretado el cambio como la prueba de la falta de voluntad política del Gobierno para afrontar el esfuerzo económico que supone la reforma.Siempre se puede afirmar que el dinero que se invierte en educación es insuficiente, pero los interesados saben que los problemas de la reforma educativa, de sus ritmos de aplicación, no se reducen a su dimensión económica. Ahí está el caso de las reformas de los planes de estudio universitarios -que no depende de la Administración, sino de las propias universidades-, cuyo retraso tiene más que ver con las peleas corporativas en el seno de muchos departamentos que con carencias presupuestarias (aunque éstas también existen, sobre todo cuando la reforma implica la creación de nuevos títulos y diplomas).
Por lo demás, esas críticas de los sindicatos de enseñantes revelan una cierta contradicción, en la medida en que buena parte de los profesores se han venido pronunciando a favor de una cierta desaceleración de los ritmos de aplicación de la reforma por motivos escolares, y no sólo económicos. En ese sentido, lo que se presenta como la pérdida de un año pudiera ser visto como una ganancia. Muchos de los profesores que tienen que protagonizar esta nueva reforma ya padecieron el apresuramiento (también la falta de financiación, es bien cierto) con que se afrontó la anterior, la de la Ley General de Educación de 1970.
Pero que no todo se reduzca a problemas económicos no significa que no haya un problema de esa índole. El criterio, admitido hoy en todo el mundo, de que la educación y la investigación son los capítulos del gasto público que no sólo no deben recortarse, sino que incluso deben reactivarse en los tiempos de crisis, sigue siendo válido. Pero esa opción requiere cierto coraje político, y el Gobierno no ha sido capaz de explicar suficientemente en qué concretamente afectarán los recortes presupuestarios a las inversiones asociadas a la reforma. Es posible que la combinación entre razones escolares y presupuestarias aconsejen dilatar en el tiempo la aplicación de las previsiones. Pero es inaceptable el criterio extremo de que, tratándose de una reforma imaginada en época de vacas gordas, resulta inaplicable en la de flacas y más vale esperar tiempos mejores.
En año electoral, la tentación de utilizar la reforma como campo de batalla será grande, pero nada sería más desastroso. Si realmente la situación exige desacelerar su ritmo, el Gobierno debe reconocerlo así. Los partidos de la oposición, sobre todo aquellos que tienen responsabilidades de gobierno en comunidades autónomas, deberían buscar una mayor coherencia entre lo que dicen en el seno de las instituciones de coordinación con el Estado y lo que pregonan en el Parlamento central y en las declaraciones a los medios. Esa coherencia es también exigible a los profesores que dicen una cosa en los claustros y otra cuando negocian con las administraciones.
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