El presidente más poderoso
CUANDO JURE hoy su cargo frente a las autoridades norteamericanas y las cámaras de televisión del mundo entero, Bill Clinton se convertirá en el hombre más poderoso de la Tierra. Tendrá a su disposición un enorme poder de destrucción y un gran potencial económico para hacer frente a los problemas que se le presenten durante los cuatro próximos años. De él se esperan, sobre todo, tres prioridades: que enderece la economía y las disparidades sociales de su país (y de paso tire de las de los demás); que enmiende los entuertos producidos por los tiranos, sin excederse en su castigo, y que contribuya con ambas cosas a instaurar un orden internacional nuevo más justo y próspero. Y mientras ejerce su cargo con prudencia y sin arrogancia, también se espera de él que desencadene una nueva revolución juvenil tan cautivadora al menos como la que nos deparó John Kennedy hace tres décadas.Estas esperanzas -tan primarias, pero tan sólidas- tienen una hipoteca: la mediatización del poder que sufre el presidente de EE UU. Hace unos días, la fotografía de Clinton; de su vicepresidente, Al Gore, y de las esposas de ambos, delante de la estatua de Lincoln, era la de un cuarteto competente y optimista. Acababan de llegar a la capital federal para hacerse cargo del mundo. ¿Es realmente así? ¿Serán capaces de instaurar un innovador sistema de gobierno antes de que las realidades de la vida cotidiana y de la maquinaria administrativa -el statu quo- los derroten?
La gobernación de Estados Unidos es una tarea gigantesca y compleja. Resulta por ello difícil que la juventud, entusiasmo e incluso irreverencia de un presidente sean capaces de renovar el sistema, las convenciones, los compromisos, la praxis diaria. En Washington es prácticamente imposible ir a contracorriente de las instituciones; por ejemplo, Clinton no ha sido el primer candidato que durante la campaña ha -garantizado que el vicepresidente tendría un papel destacado en su Administración; Al Gore tendrá oportunidad de recordar estas promesas cuando, como sus predecesores, se encuentre inevitablemente relegado a un segundo plano.
Por otra parte, quizá más que en cualquier otro país, las promesas electorales son como un espejo mil veces repetitivo de quien las hace. Y la frase "read my lips" ("lean mis labios, no subiré los impuestos" con la que tanto ha sido ridiculizado el presidente Bush, volverá a utilizarse contra Clinton si es incapaz de cumplir con todos los compromisos dados durante la campana a cuanto grupo o comunidad tenía delante (dos botones de muestra: ya ha abandonado la idea de rebajar los impuestos de la clase media y se ha desdicho de su promesa de acoger a haitianos). La necesidad de compromiso con la maquinaria washingtoniana espera a Clinton.
El nuevo presidente se ha fijado la tarea prioritaria de revitalizar la economía. Pretende lograrlo con un estilo absolutamente nuevo que, Como afirmaba Agnes Heller anteayer en estas páginas, no haga del problema "un asunto a resolver por los sagaces manipuladores del Gobierno y los grandes bancos"; por el contrario, pretende involucrar al país entero en las soluciones que se arbitren. Que la formulación de éstas resulte algo inconcreta, generalizadora y contradictoria es fruto de que Clinton, a medida que se acerca su hora, comprende lo dificil que es enumerar un catálogo de medidas a aplicar sin tener en cuenta que la coyuntura reacciona a veces en otro sentido del que prevén esos nuevos científicos que son los economistas. Reducción del déficit, crecimiento sin inflación, incremento de las inversiones, mayor preocupación por la educación y la sanidad, infraestructuras; es decir, Estado del bienestar sin los graves inconvenientes de éste. ¿Quién no se apuntaría a esta Tórmula?
Se dice del nuevo presidente que es político poco avezado en cuestiones internacionales. ¿Qué se entiende con ello? Que tiene más posibilidades que otros en equivocarse en el tratamiento de cada una de las crisis con las que se enfrente. Y sin embargo, los parámetros en los que ha de moverse son tan estrechos, y las tendencias del mundo libre, tan evidentes, que en lo único en lo que es -previsible un cambio es en la moderación de sus acciones. Que no es poco. De ahí a esperar un giro de 180 grados en la política exterior norteamericana hay un trecho larguísimo.
De su predecesor hereda, además de un déficit presupuestario superior al previsto, tres temas extremadamente complejos: Bosnia-Herzegovina, Irak y Somalia. El tratamiento del primero no depende sólo de él, puesto que en las decisiones que se tomen participan igualmente los restantes miembros de la comunidad internacional.. En cambio, los otros dos son de casi exclusiva responsabilidad norteamericana y fueron activados por Bush cuando Estados Unidos ya estaba en periodo de transición presidencial. Quiere decirse con ello que las acciones que se han tomado son, en un 50%, una trampa de Bush a Clinton, y en otro 50%, una política deliberadamente aceptada y endosada por el nuevo presidente.
En última instancia, la responsabilidad de Bill Clinton en dejamos un mundo más razonable y libre dentro de cuatro años trasciende de las acciones a que le fuercen las circunstancias o la musculatura. Se le medirá por ello, qué duda cabe, pero también por cómo hizo frente a los grandes retos sociales de su momento: a qué jueces nombró para el Tribunal Supremo, cómo interpretó el mandato popular para hacer frente a las exigencias culturales progresistas, con qué beligerancia se ocupó de limar las asperezas raciales o de clases.
Adiós, señor Bush
Con su marcha, George Bush cierra 12 años de Administración republicana, de "pasada por la derecha". El balance ha sido hecho una y otra vez, pero vale la pena recordar algunos de sus hitos principales.
No cabe duda de que la influencia del presidente saliente ha sido decisiva para la evolución del mundo. La Casa Blanca, con Reagan y con Bush, ha desempeñado un papel fundamental en la desaparición del socialismo real y, por consiguiente, de la guerra fría y, en gran medida, de la locura nuclear. Ello, a su vez, ha sacado bruscamente a la luz problemas que hasta entonces habían estado escondidos detrás de los imperativos de la división del mundo en dos bloques antagonistas. Bush, con un optimismo excesivo, y desmentido en su viabilidad por el imperativo de los intereses particulares, creyó que la guerra fría podía ser sustituida por un orden nuevo. Pero le fallaron los nervios y no quiso fiarse de los resortes de la ONU. Los ejemplos de tan esperanzador futuro se han quedado a medio camino: el castigo de Sadam Husein, la paz en Oriente Próximo, la democratización de los dictadores, la solución rápida de tragedias como la de Bosnia. En suma, Bush ha sido más brillante destructor del pasado que imaginativo diseñador del futuro.
Sólo en tres asuntos (dos aún sin resolver) puede afirmarse confiadamente que Bush actuó de forma irreprochable: en la firma de los acuerdos de reducción de armamento nuclear y químico, en la intervención en Somalia y en la negociación y firma del Tratado de Unión Aduanera con Canadá y México. -
En cambio, en el interior de su país, el presidente saliente fue mal administrador y peor político, tal vez confiado en que Estados Unidos tiene sobrada capacidad para resolver sus problemas por sí mismo. Le ha costado la reelección. Y de paso pagó el precio del reaganismo, esa peculiar americanización del thatcherismo, una manera intolerantemente liberal de interpretar la vida, la sociedad y la economía de un país. Con Bush termina más que una Administración republicana: se cierra una página trascendental de la historia de Estados Unidos.
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