Sobre violentos y augures
Nunca he considerado del todo válidas para medir el progreso de un país las estadísticas. Entre otras cosas porque en ellas no tienen cabida algunos conceptos que son fundamentales para saber si se avanza o se retrocede en la profundización de la democracia. Los niveles de consumo son, sin duda, importantes para saber si ha aumentado el bienestar económico de la población, pero, aparte de que con ellos se puede justificar cualquier sistema político (Franco o Pinochet, sin ir más lejos), son incapaces de reflejar otras tendencias que resultan básicas para la valoración de una época determinada. En ese sentido, no se entiende bien el afán socialista de cualificar la década de su gobierno basándose en la venta de automóviles o el consumo, es un- decir, de patatas fritas. Tebeos aparte, se echa de menos un chequeo, o por lo menos una reflexión, sobre lo que han supuesto estos 10 años en el prestigio de las instituciones, la regeneración de la vida pública, la profundización en las libertades, el aumento de la calidad de vida y un largo etcétera de cuestiones difícilmente encuadrables en una estadística, pero sustanciales a la hora de valorar este, o cualquier, Gobierno.Es posible que pedir esta reflexión a un político en el poder sea algo así como pedir peras al olmo. El denominador común de todo gobernante es la autosatisfacción y la descalificación. de la crítica, venga ésta de donde venga. En el caso del PSOE, además, el proceso de bunkerización por lo que considera acoso exterior le ha hecho creer que las críticas siempre están al servicio de intereses más o menos bastardos o encubiertos. Esta impermeabilidad ha impedido a los socialistas algunas imprescindibles rectificaciones que hubieran sido necesarias para recuperar el espacio perdido, por una parte, por el lógico desgaste que supone gobernar, pero también por el "sostenella y no enmendalla" en cuestiones que hubieran exigido rapidez de reflejos y no ese estoico "ya escampará" del que ha hecho gala muy especialmente en el último quinquenio. Por ejemplo, en el tema de la corrupción, auténtico torpedo contra la línea de flotación electoral del PSOE y, lo que es aún más grave, contra la credibilidad y prestigio del sistema democrático. La insensibilidad socialista ante este tema sólo es comprensible si se acepta que el poder adormece la conciencia y atrofia la inteligencia. La cabeza debajo del ala sería la exacta metáfora que ilustra la actitud de, los socialistas ante los sucesivos escándalos que han trufado estos años la vida pública española y que han hecho, por lo demás injustamente, vulnerable a la clase política de la democracia. Es cierto que la corrupción no ha sido, ni de lejos, generalizada ni achacable a la inmensa mayoría de los gobernantes. Hasta ahí podíamos llegar. Pero las reacciones han sido siempre tardías, forzadas por los medios de comunicación, confundiendo interesadamente las responsabilidades penales con las políticas y sin iniciativas ejemplarizadoras de carácter interno. Y todo ello sin llegar a comprender que en los aledaños del epígrafe de corrupción caben bastantes cosas más que las conductas presuntamente delictivas. Como el amplio apartado de los que, gracias a su paso por la política y por altos puestos de la Administración, han hecho literalmente su particular agosto con el tráfico de influencias e informaciones privilegiadas.
Cuando los socialistas llegaron al Gobierno de la nación, en octubre de 1982, muchos observadores recelaban de su capacidad. Demasiado jóvenes, demasiado inexpertos, demasiado radicales, demasiado utópicos, demasiado ideologizados. Diez años después, ni sus más enconados adversarios se atreverían a adjudicarles no ya el adverbio, sino ni uno tan siquiera de esos adjetivos. Aquellos chicos son ahora políticos profesionales con una experiencia de gobierno, estable y con mayoría absoluta, con escasos precedentes en la Europa democrática. Han gobernado con casi todos los vientos a su favor, incluido el impulso de aquella victoria con más de 10 millones de votos. Sorprende que el declive pueda producirse no tanto por el inevitable desgaste como por insensibilidad para detectar errores y conectar con la opinión pública. Con o sin votos prestados, el arrollador triunfo socialista de 1982 lo fue, entre otras cosas, por su enorme capacidad para sintonizar con los anhelos, esperanzas y deseos de la mayoría de la población. Los vientos soplaban a favor del cambio, y el PSOE supo encabezar como nadie la manifestación. Desde entonces ha llovido mucho. La pólvora se ha mojado. Y algunos vientos ya no soplan en la misma dirección. Será muy interesante observar cómo Felipe González les hace frente. Su historia es la de un permanente triunfador. Sus apuestas, primero en Suresnes, después en el abandono del marxismo, más tarde, ya en La Moncloa, con el referéndum sobre la OTAN, ganaron siempre. Su biografía es un éxito permanente, tres elecciones sucesivas incluidas. A ello hay que añadir que su palabra es ley dentro de su partido: ni una sola de sus propuestas ha sido rechazada desde 1979, y muchas de ellas ni siquiera debatidas. La filosofia del éxito ha ido configurando su personalidad. Se nota, y mucho, en sus discursos y entrevistas, en sus metáforas, en la simplificación de su entorno afectivo y de colaboradores, en el recelo a esa calle vocinglera y permanentemente reivindicativa, en su incomodidad en las comparecencias públicas si no es subido a una tribuna o detrás de un podio... Rasgos que alguien ha definido como cesaristas, probablemente con exageración, pero no sin sentido. En cualquier caso, Felipe González nada sabe de fracasos y derrotas y muy poco de navegar con el viento en contra. Su visión de la realidad, además, está ahora filtrada por la lejanía y su inserción en el complejo entramado del poder.
Augures y futurólogos, a los que por cierto acudían emperadores y césares de la antigüedad, afirman que, si bien es imposible definir el tiempo, sí se puede vaticinar, en función de los signos, el fin de una época.
Y esos signos están ahí. Desde la retirada de los capitales extranjeros y el gigantesco crash de KIO a las mareas negras y la pertinaz sequía. Desde las devaluaciones de la peseta a las dificultades que ha encontrado Maastricht en su camino. Desde la previsible débác1e socialista en Francia a los jueces hurgando en los libros de contabilidad del PSOE. Desde la condena en el primero de los juicios al asistente Juan Guerra a los brotes racistas y xenófobos. Desde el auge de los nacionalismos al derrumbe de algunos Estados en el mapa político europeo. No estoy diciendo aquello de piove, governo ladro. Digo simplemente que los tiempos en que la socialdemocracia navegaba a favor de los vientos se han acabado. Los augures ahora son bastante menos favorables. González dijo no hace mucho que él se crecía ante las dificultades. Y es muy posible que así sea. Pero lo que apunta esta década de final de siglo es algo más que la acumulación de problemas con que un gobernante debe enfrentarse. En política también cuenta la buena estrella.O si se quiere, la buena suerte. Y Felipe González puede haberla agotado a juzgar por algunas cosas que están pasando. Y por su radical incomprensión de la transmutación que genera la continua detentación del poder en su partido. En democracia, no hay olimpos, ni eternidades, ni liderazgos imperecederos. Si los vientos cambian, va a resultar fascinante no ya observar su resistencia, sino también su capacidad para auscultarlos. Es decir, para gobernar en su contra y en buena parte despojado de su áurea de césar imbatible.
es periodista.
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