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Reportaje:

Mi casa es la acera

Recorrido callejero con el servicio de asistencia social ambulante

Al fresco de la noche duermen Pies Podridos; Sofía, que afirma ser "la hija perdida del Caudillo", y Manuel, que se pasea por la Casa de Campo desnudo bajo su bata. Comparten acera con ancianos que buscan lo imposible, como la que llegó desde Andalucía con la cocina a cuestas para casarse con Felipe González. Muchos no quieren dejar la calle, pero su decisión parece más una condena que una elección. De las 945 personas a quienes atendió el año pasado el servicio de asistencia social ambulante del Ayuntamiento, 409 duermen en la calle.

De las 409 personas sin techo atendidas por la Unidad Móvil de Emergencias Sociales (UMES) del Ayuntamiento, más de la mitad tienen entre 30 y 54 años, un 20% está entre los 22 y los 29 y otro 20% es mayor de 54. Entre ellas figura Pies Podridos, un hombre en la sesentena que pasea por la calle las úlceras sangrantes de sus piernas.La UMES surgió en abril de 1990 como la primera experiencia española de asistencia social ambulante. A diario, de diez de la mañana a diez de la noche, una psicóloga y cinco asistentas sociales recorren por parejas y en una furgoneta blanca las calles de Madrid. Tan pronto ven a un mendigo, un anciano que parece perdido, una prostituta, un yonqui o un vagabundo, saltan de la furgoneta para informarles de los recursos sociales disponibles y llevarlos a un albergue o a una casa de socorro si es necesario.

Apoyan su trabajo otras dos asistentas sociales, que acompañan a las personas atendidas a hacer los trámites que sean precisos. "Cada equipo tiene su zona, y en ella controla quiénes son nuevos y cómo siguen los antiguos", explica Fátima Baeza, coordinadora del trabajo.

Antiguos son los profesionales de la calle, que conocen los albergues, los comedores y los roperos, y, sin embargo, los rechazan. A ellos se ha unido la larga lista de los sin techo: gente mayor con problemas de senilidad; enfermos psíquicos; jóvenes que llegan a Madrid para trabajar, pierden el empleo y se quedan en la calle; toxicómanos; inmigrantes sin casa ni trabajo, etcétera.

Una paciencia infinita

Acompañadas de un conductor, los ojos de las dos asistentas sociales que forman cada equipo rastrean las aceras y sortean a los viandantes en busca de los que han hecho de la calle hogar y sustento. Su trabajo requiere una vista aguda, una espalda capaz de aguantar las largas horas en el coche y una paciencia infinita para calmar la desconfianza de los que viven en la calle y aceptar la lenta maquinaria burocrática del Ayuntamiento.

"Para solicitar el IMI [Ingreso Madrileño de Integración] o tener la cartilla sanitaria hay que estar empadronado. Pero la gente con la que trabajamos a menudo está indocumentada y carece de residencia. Si no hay sitio en el albergue y nadie se hace cargo de ellos, no pueden empadronarse. Es un círculo vicioso", comenta la psicóloga Natalia Ruiz, mientras la furgoneta enfila la calle de Serrano.

Hasta para pasar la noche en el albergue municipal de San Isidro o en el Centro de Acogida de Mayorales, con los que trabaja principalmente la UMES, es preciso documentación. Eso y encontrar una cama libre. "Si el albergue está lleno, se quedan en la calle", reconoce Maribel Muñoz, una de las asistentas sociales. El albergue de San Isidro dispone de 256 plazas, y Mayorales -que cerrará en marzo-, de 80. En el Ayuntamiento reconocen que en este momento el 90% de las plazas está ocupado.

El problema se ha agravado este invierno, ya que por decisión municipal no se ha abierto hasta principios de año una estación de metro para que duerman allí los que no tienen más cama que el suelo.

"La situación social se ha crispado y podría traer problemas", decía Tatiana Querejeta, que trabaja en los Servicios Sociales del Ayuntamiento, para justificar la negativa municipal. Antonio Rodríguez, que trabaja en el albergue de San Martín de Porres, añade un nuevo problema a la falta de plazas: la mezcla de personas con características muy distintas. "El albergue se convierte, al final, en un cajón de sastre que oculta la pobreza". San Martín de Porres es uno de los cinco albergues y centros de acogida privados que pertenecen a la Federación de Asociaciones y Centros de Información y Acogida. Por ellos pasaron en 1991 unas 4.000 personas.

La furgoneta entra en un barrio y deja otro, mientras Maribel y Natalia buscan rostros nuevos y pasan de largo ante los ya familiares. Conocen los nombres, la vida y la esquina de casi todos los que piden, como Belén, de 23 años, con tres hijos y su compañero en la cárcel. Pero su trabajo tiene un límite claro: el de los recursos sociales que ofrecen, insuficientes a menudo para sacar de la calle al que ha llegado a ella.

Acostumbradas a un trabajo en el que las soluciones, cuando existen, son siempre a largo plazo, Natalia, Maribel y sus compañeras cruzan cada día la frontera que separa a los, marginados. A los que no quieren dejar la calle les ofrecen lo que tienen: su compañía para saber cómo van. "La gente te pregunta si te los vas a llevar", comenta una de ellas. "No saben que ellos, que no tienen nada, tienen todo el derecho de estar donde están".

Pequeños mendigos y locos adultos

"La mendicidad infantil ha disminuido, pero sigue existiendo", comenta la psicóloga Natalia Ruiz. "Es muy dificil llegar a los niños, porque tan pronto nos ven llegar o ven a la Policía Municipal, salen corriendo". Aunque ejercer la mendicidad con un menor es delito desde junio de 1989, algunos adultos siguen sacando a los niños a la calle. Conocen el poder de persuasión de una mano pequeña extendida, y aún más en las fechas navideñas.La importancia de los niños quedó patente en la experiencia de cuatro redactores de este periódico (EL PAÍS, 22 de diciembre de 1991): el que estuvo acompañado por un menor, recaudó 525 pesetas en apenas unos minutos; después de que unos policías le obligaran a prescindir del chico, en cuatro horas sumó 355.

"La mayoría de los niños que piden durante las navidades son portugueses que vienen con su familia a Madrid para sacar dinero", continúa Maribel Muñoz. El 52,5% de los casos de mendicidad infantil corresponde a una práctica familiar, según una encuesta sobre los niños de la calle elaborada por el Equipo de Investigación Sociológica (EDIS) para Cruz Roja Española en 1987. De acuerdo con esta encuesta, casi dos terceras partes de los chavales que piden limosna empezaron con menos de 10 años.

Las asistentes sociales de la UMES atendieron en 1992 a niños que ejercían la mendicidad solos (6) o al lado de adultos (26), fugados de su domicilio (3) y maltratados o explotados (10). "La campaña de 1991, No le des, ha tenido un efecto positivo. Si a los niños no se les da dinero, los padres no los sacan", concluye Tatiana Querejeta desde los servicios municipales.

En la calle hay problemas resolubles, como el de los, niños, y problemas sin solución, como el de los enfermos psíquicos. Para ellos no hay más casa que la calle ni más familia que las visitas de las asistentes sociales de la UMES. Así vive Josefa, una gallega pequeñita, de unos 55 años, que se pasea casi oculta por sus bolsas de plástico. Estuvo brevemente en el Clínico, en Psiquiatría, pero la devolvieron a la calle porque, al negarse a hablar, afirmaron que era imposible diagnosticarla.

Josefa tardó dos meses en encontrar las aceras de su barrio, pero regresó. Esta mujer, que prefiere el frío y la lluvia a estar encerrada, se ha encariñado con Natalia y Maribel, que suelen ir a verla con la furgoneta de la UMES.

Y luego están los ancianos que salen de su casa y se pierden, o los que vienen de muy lejos a ver al Rey o a Felipe Gónzalez. "Localizamos a su familia o la residencia y les acompañamos al tren. Algunos te preguntan si se pueden quedar contigo y otros te intentan dar una propina como si fueras un taxi", sonríe Maribel.

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