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Sobre la corrupción

Manuel Escudero

El régimen democrático implica la existencia de poderes independientes y que se equilibran, la existencia de controles democráticos que impiden los excesos de poder. Por ello los abusos de poder, y entre ellos las prácticas de corrupción, se van volviendo más y más disfuncionales dentro de un régimen político representativo. Pero esa disfuncionalidad no se presenta en toda su crudeza de un modo instantáneo, sino a largo plazo.La razón es que los regímenes predemocráticos o antidemocráticos (como los vividos por nuestro país en la mayor parte de los dos últimos siglos) permiten el arraigo de prácticas privilegiadas de acceso y disfrute del poder, que llegan a convertirse en pautas culturales, aceptadas por toda la sociedad. En el caso español, como previamente en el italiano, la sociedad que emergió hacia la modernidad democrática hace apenas 15 años estaba firmemente anclada en una cultura política predemocrática: clientelista, del enchufismo, del fraude fiscal y del ejercicio del poder como an-tiservicio, es decir, como despojo de guerra para ser usado en beneficio personal del gobernante, incluyéndose aquí la corrupción a pequeña o gran escala.

La cultura política predemocrática no desaparece por decreto: es multiforme, adaptable, prolonga su vida por encima del cambio de sistema político, intenta sobrevivir dentro del nuevo régimen político representativo, aunque sea (como en el caso del sottogoverno italiano) a costa de la crisis permanente de la democracia.

En España estamos viviendo durante los últimos años un proceso apasionante de maduración democrática que, en mi opinión, diverge afortunadamente de la trayectoria italiana. La cultura política predemocrática está siendo sustituida, al lento paso que caracteriza las transiciones culturales, por una cultura política democrática. El enchufismo, aunque aún exista, es una práctica ilegítima. Con la puesta en pie de los servicios de bienestar universales se van abriendo paso las prácticas de servicio y ecuanimidad de los organismos públicos. Se ha optado por la lucha contra el fraude fiscal, aunque aún no hayan terminado de desaparecer ni el dinero negro ni las cajas B en la vida cotidiana española. A pesar de que a muchos les cueste reconocerlo, en todos estos hitos de la transición cultural, el socialismo español ha estado al frente de la tarea. No en vano sus posibilidades de reforma desde el poder han sido mayores y, además, ha empuñado la antorcha de la modernización como su objetivo político casi exclusivo a lo largo de estos años.

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Sin embargo, la transición cultural española no ha terminado, y ahora el proceso se ha concentrado, con toda su crudeza, en aspectos relativos a la corrupción. En buena lógica, otra vez debería el socialismo español asumir el papel de ofensiva e iniciativa. Pero he aquí que, en esta ocasión, es él quien se encuentra en el centro de las sospecha, a la defensiva y con dificultades evidentes para tomar la iniciativa.

En mi opinión, cuando se habla en la actualidad de corrupción en España, se está haciendo relación a dos elementos complementarios: a la sospecha de que los modos de financiación (en primer lugar) y el ejercicio del poder (en segundo lugar) de los partidos políticos hayan generado un área no transparente de enriquecimiento personal. Como quiera que es el PSOE el partido con más poder y con una financiación mayor, y como quiera además que es el área socialista la implicada en un número mayor de procesos judiciales en torno a estos temas, la interrogante social recae centralmente sobre él, por más que no haya partido que se libre.

Las reacciones defensivas a este estado de cosas por parte de muchos políticos socialistas son muy explicables. Pues, sin duda, esta hoguera de sospechas se ve diaria y machaconamente atizada por el casticismo demagógico, retroalimentado en el espíritu de sobreexigencia para con el poder, y en la tradición inquisitorial que aún anida en nuestra mente colectiva. Pero sería una gran equivocación atribuir los problemas actuales del socialismo español a una gran conspiración contra él y el proyecto que defiende. Lo cierto es que los indicios están ahí, y han ocasionado un problema de primer orden de credibilidad frente a muchos sectores sociales, problema que no se resuelve echando mano a la teoría de la conspiración, por más que ésta exista.

De las reacciones defensivas entre los socialistas, la más sofisticada consiste en. pedir silencio y suspensión de cualquier evaluación en tanto no existan responsabilidades penales probadas. Esto es absolutamente imprescindible. En un momento en el que parece como si la lucha política se hubiera desplazado a los tribunales, el compromiso con el sistema democrático demanda una actuación exquisita por parte de todos: de los políticos, facilitando el progreso de la actuación de los jueces en pro de la finalidad que les es propia, la defensa del imperio de la ley, y reservando serenamente para el final de las actuaciones judiciales la evaluación del proceso. Pero, al mismo tiempo, nadie debería adelantar su propio veredicto, y en ese sentido la prudencia hasta que existan conclusiones judiciales en firme es un requisito básico de compromiso con la democracia. Sin embargo, quedarse ahí tampoco es suficiente. Para seguir liderando la transición hacia esa cultura política democrática a la que antes se hacía referencia, el socialismo español está ahora obligado a dar pruebas fehacientes de ejemplaridad colectiva.

Dicho de otro modo, una resolución del caso Filesa a lo Naseiro podría zanjar la cuestión de posibles responsabilidades legales, pero no restituiría al socialismo español el grado de legitimación de su liderazgo que precisa.

Por ello, independientemente de lo que ocurra en los casos concretos bajo procedimiento judicial, ¿no requiere este estado de cosas una acción de ejemplaridad paralela desde las instancias propiamente políticas? En tal sentido, cabría plantear tres posibles iniciativas.

En primer lugar, lo que está claro es que aún existen en nuestro país resquicios para que se produzcan prácticas irregulares. Si bien es verdad que las normas en sí mismas no son un remedio universal, sin embargo, la iniciativa normativa para cegar hoy tales resquicios (parece imprescindible. Los problemas más evidentes que se han planteado en el inmediato pasado son de tres tipos: las necesidades y los modos de financiación de los partidos políticos, la normativa de contratos de obras y servicios públicos y las recalificaciones municipales de suelo. Si bien se está avanzando, y muy correctamente, en alguno de estos aspectos, ¿no se debería tomar una iniciativa normativa decidida, frontal y de conjunto para cerrar estas tres vías?

En segundo lugar, ¿no sería necesario proceder, en un plazo estrictamente político, y más allá de la esfera judicial, contra aquellos que se han beneficiado de la corrupción o han colaborado con ella? Hace ya algunos años, en la clausura del 300 Congreso del PSOE, Felipe González llamaba a los socialistas a luchar contra los corruptos que pudieran existir en las filas socialistas. ¿No adquiere ahora ese llamamiento importancia para todo el socialismo español, como colectividad unida en torno a un proyecto de modernización para España? Sin acciones ejemplarizantes, ¿será posible zanjar definitiva y taxativamente las sospechas no sólo en lo que hace al proyecto socialista, sino, más allá, respecto a la clase política española?

En tercer lugar, quizá todos estos episodios están poniendo en primer plano una cuestión que atañe directamente a un rasgo estrictamente profesional de los políticos: su ejemplaridad. La ejemplaridad en los políticos es un requisito básico, ya que los ciudadanos les votan no sólo por lo que dicen, sino por lo que representan, por el simbolismo de su imagen, por el ejemplo que sientan. La ejemplaridad se sustancia de modo diferente en diferentes países. En Estados Unidos se ha centrado durante tiempo en ser un prototipo de los valores familiares tradicionales (un cliché que ha roto Clinton); en el Reino Unido la ejemplaridad necesaria tiene su centro en la moralidad sexual (un cliché que no ha podido romper Major). Cada país tiene sus clichés respecto a la ejemplaridad de sus políticos.

En España, y de modo invariable en los últimos 200 años, la ejemplaridad del político se ha definido centralmente en tomo a su honradez. Honradez que significa no enriquecerse a la sombra del poder, y no encumbrarse excesivamente cuando se pasa por él. La fijación con este cliché tiene raíces buenas y raíces bastardas. Teniendo en cuenta el pasado antidemocrático o predemocrático español, es hasta cierto punto natural este recelo frente a los gobernantes. Y, al mismo tiempo, existe un punto de hipocresía y de espíritu heredero de la contrarreforma, al colocar este cliché como referencia para los políticos, cuando en diversos ámbitos de la propia sociedad civil no impera precisamente. Con todo, la sociedad española está, aún anclada en este cliché recurrente, y sólo lo abandonara en su avance hacia la cultura política democrática, en el progreso en la transición cultural a la que antes me he referido.

Todo esto significa que el político debe considerar, desde un punto de vista estrictamente profesional, la honradez ejemplar como un dato de partida, como una exigencia social que va más allá de la pura legalidad de sus actos. Los políticos han de aparecer frente a sus representados como personas honradas, que no se mezclan ni en chanchullos de miles de millones ni tampoco de unos cuantos duros; que no se despegan en exceso de los hábitos de vida de sus representados, ni aprovechan con fines personales su paso por las responsabilidades políticas.

¿Cabe reafirmar esto hoy en una especie de código deontológico? Desde luego, cabe reafirmarlo como un elemento explícito de la profesionalidad de los políticos socialistas. Tal reafirmación parece hoy necesaria, si se trata de pasar a la ofensiva, aspirando a mantener el liderazgo que hasta ahora han tenido los socialistas en el fortalecimiento de la cultura política democrática en España. Y, además, no es tarea difícil, pues, como todo el mundo sabe, a pesar de los pesares, la inmensa mayoría de los políticos socialistas se ajusta en su vida y en su acción a este requisito de ejemplaridad.

es miembro del Comité Federal del PSOE.

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