Proyecto salomónico
FINALMENTE, EL Gobierno ha deshojado la margarita del proyecto de Ley de Arrendamientos Urbanos. Con su remisión al Congreso de los Diputados se da el primer paso para desbloquear una situación anómala que perdura desde hace décadas en España. La decisión es una muestra de responsabilidad política: el Gobierno ha vencido la tentación de quedarse con los brazos cruzados ante un asunto socialmente controvertido y electoralmente arriesgado. Y ello es tanto más relevante cuanto que ha tenido que hacer frente a posturas, mantenidas en el propio ámbito socialista, que aconsejaban dar largas al asunto en espera de momentos políticamente más propicios.Ningún motivo de peso había, sin embargo, para mantener por más tiempo la rémora del PSOE a dar cumplimiento a una de las promesas electorales que le llevaron al poder en 1982 y que ha sido revalidada en las sucesivas legislaturas. Si bien estaba justificado disponer del tiempo necesario para debatir en las instancias gubernamentales un asunto tan complejo, no lo estaba mantenerlo congelado indefinidamente por miedo a tomar la decisión política de darle vía libre en el Parlamento. Lo que hace falta ahora, una vez que se ha dado este paso, es que la reforma del marco arrendaticio sea equilibrada y responda equitativamente a los múltiples intereses en juego: los económicos y los sociales, los de arrendadores y arrendatarios.
No será fácil, sin embargo, contentar a unos y a otros en una cuestión que se asemeja poco menos que a la cuadratura del círculo. Pero si unos convienen en la incongruencia que supone mantener un islote intervencionista en una economía de mercado, deducirán la necesidad de su liberalización. Y si, al mismo tiempo, los otros aceptan que las reglas del mercado libre no pueden aplicarse sin más a un bien social como la vivienda, deducirán la necesidad de someter su uso a algún tipo de regulación legal. A partir de ahí sería fácil admitir que tanto la congeladora ley de alquileres de 1965, y con mayor razón las regulaciones arrendaticias anteriores, como la liberalizadora ley Boyer de 1985 provocan situaciones injustas cada vez más insoportables y que procede, por ello, su corrección en un marco legal respetuoso con la Constitución y socialmente equilibrado.
Pe entrada no se puede desconocer el impacto económico y social que implica una reforma que afecta a casi 1,4 millones de viviendas de alquiler, de las que un millón corresponden a rentas congeladas, y el resto, a la ley Boyer de 1985. Desde el punto de vista económico es indiscutible la necesidad de acabar con el estrangulamiento de un sector del mercado férreamente sometido a un tipo de relación contractual que ni siquiera la muerte es capaz de destruir (las sucesivas subrogaciones del contrato a favor de familiares en diverso grado del arrendatario primitivo). Pero socialmente no puede realizarse una reforma de esta envergadura de modo traumático y sin tener en cuenta que una parte importante de los afectados pertenece a capas de población con niveles de renta bajos, cercanos al salario mínimo, y pensionistas. Un Gobierno y un legislador preocupados por el bien común no pueden desconocer esta realidad. De ahí que, si bien la nueva legislación arrendaticia debe atender a la equiparación de los diversos tipos de contrato, deba hacerlo en plazos razonables y mediante soluciones transitorias que hagan soportable el proceso de adaptación.
La nueva regulación de los arrendamientos debería estar basada en una clara distinción entre viviendas, locales comerciales y oficinas, estableciendo periodos transitorios para la adaptación de los contratos antiguos al nuevo marco legal, más flexibles en el caso de las viviendas y más enérgicos y breves en los referentes a locales comerciales y oficinas. ¿Responde el proyecto de ley remitido por el Gobierno a estos presupuestos? Globalmente parece que sí, aunque existen aspectos que requerirán un estudio más detallado por parte del Parlamento. Y algunos de ellos, un tratamiento legal y socialmente más ajustado.
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