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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

'Lobbies'

EL PARLAMENTO deberá pronunciarse próximamente sobre el eventual reconocimiento legal de los lobbies (grupos de interés que aspiran a influir en los diputados). La propuesta en tal sentido planteada por el diputado del CDS Rafael Martínez Campillo responde a un problema real. La ausencia de clarificación legal ha propiciado en estos años que el fantasma del tráfico de influencias recorra los despachos y pasillos del Parlamento español.El reconocimiento de la actividad de los grupos de presión o de interés (la existencia de un registro público que los identifique, los requisitos exigibles para acceder a dicho registro y el código deontológico que enmarque el funcionamiento de dichos grupos) puede, en principio, alimentar el temor de que, más que regular su influencia, sirva para darles alas propiciando que los intereses particulares que defienden se sobrepongan a los generales que representan los parlamentarios.

Ese temor no es infundado. Prueba de ello es la repugnancia del régimen parlamentario europeo a seguir los pasos de la práctica anglosajona (en Estados Unidos, su regulación legal es de 1946, pero su existencia se remonta al siglo XIX). El balance de esa experiencia resulta controvertido: la inquietud social por su, excesivo poder y el miedo a que interfieran indebidamente en la autonomía parlamentaria se han hecho sentir en las recientes elecciones presidenciales norteamericanas. De ahí el compromiso de Bill Clinton de poner coto a una actividad que controla de hecho una buena parte del poder legislativo y que logra ingresos multimillonarios.

Pese a ello, es bueno que el Parlamento español debata por primera vez de manera expresa sobre este asunto. Aunque tal debate no concluya con la autorización de la actividad de los lobbies, servirá para avanzar en la clarificación de las relaciones del parla mentario con el mundo de intereses que inevitablemente se agita en torno suyo. La transparencia de es tas relaciones no supone, obviamente, la impunidad para las conductas que defiendan intereses ilegítimos o pretendan influir torticeramente en el proceso de elaboración de las leyes. En todo caso, la delimitación entre legítima influencia y tráfico de influencias será uno de los aspectos que deben aclararse.

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El Parlamento ya ha dado algunos pasos en ese sentido: uno de los puntos del dictamen elaborado por la comisión de incompatibilidades y tráfico de influencias creada en 1988 fue establecer que "los diputados o senadores que tengan intereses personales o profesionales en un asunto que sea objeto de tratamiento parlamentario deberán manifestarlo así en el Registro de las Cámaras o, en su caso, antes de su intervención en comisión o en pleno". Es decir, se reconoce la existencia de tales intereses en la práctica parlamentaria y su compatibilidad con la función representativa, pero se exige su publicidad. De ahí a admitir que estos intereses tienen su verdadero origen en determinados sectores o grupos de la sociedad apenas hay un trecho. Flanquearlo supondría sacar a la luz del día la actividad de tales sectores o grupos y establecer diáfanamente las influencias y relaciones interparlamentarias; es decir, poco menos que trasplantar al sistema parlamentario español el modelo anglosajón de regulación de los lobbies.

Desde la lógica parlamentaria, tal paso sería coherente: ganaría en transparencia la función representativa y mitigaría el clima de sospechas en que a veces se desenvuelve. Pero la cuestión es si políticamente tal paso debe darse. ¿Está la opinión pública española dispuesta a ver con sus propios ojos el espectáculo del mundo de los intereses moviéndose tal cual en el templo de la soberanía popular?

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