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Tribuna
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Acusados

Ayer se celebraba el Día Mundial del Sida, y en semejante contexto era casi una grosería leer la reseña del inicio del juicio a Juan Guerra, con la diatriba del abogado defensor y la imputación de víctima kafkiana que se hacía del susodicho. A mi no me parece que ese señor sea Joseph K., y, desde luego, no es en absoluto satánico: como mucho, un presunto chorizo. Pero allí estaba su faz de ser sufriente mientras un centenar de geos, pagados de nuestro bolsillo -otra chorizada-, le acercaban el paño de la Verónica.Zafias imágenes en un día en que la sociedad se apresuró a sacar lo mejor de sí misma a la calle. La diligencia y el entusiasmo con que en nuestro país trabajan las organizas que informan y alertan sobre la realidad del maldito virus están consiguiendo -con la colaboración de esos medios de comunicación a los que Guerra achaca sus males crear una incipiente conciencia entre nosotros. Hasta lo del lazo rojo funciona, aunque haya un montón de gente que te pregunta, al vértelo puesto y sin tener la menor idea de por qué lo llevas, si vienes de televisión, "porque allí todo el mundo lo luce". Al menos eso da la oportunidad de contar, de hablar del tema. Cada persona, un militante; cada persona, un posible enfermo; cada persona, a la cabecera simbólica de quienes ya sufren el mal. Muchas personas con el recuerdo de quienes nos dejaron cuando aún era muy chica la llamita prendida contra la intolerancia.

Tres años después de que se destapara la olla, el señor Juan Guerra, con sus negocios, sus jacas y sus casas, me parece surgido de un presente extrañamente cavernícola. En cambio, lo que ayer se hizo, lo que se está haciendo y se tiene que hacer respecto a nuestro sida es, ni más ni menos, el renacimiento de la vieja, denigrada, imprescindible y mejor forma de amor: el colectivo.

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