Canto de algunos cisnes
Batalla en la Residencia
Dramatización de Juan Antonio Hormigón, con Guillermo Heras, Fernando Doménech y Carlos Rodríguez. Intérpretes: Jorge Urrutia, Ernesto Caballero, Jesús Cracio, Juan Margallo, Pedro Alvarez Ossorio, Antonio Malonda, Agustín Iglesias, Jorge Eines, Andrés Amorós, Antonio Joven, Juan Antonio Hormigón, Nicolás Mallo, Guillermo Heras y otros Dirección, escenografía y diseño de iluminación: Juan Antonio Hormigón y Guillermo Heras. Sala Olimpla, 27 de noviembre.
No deja de ser curioso que los directores de escena, unidos, elija para festejarse a sí mismos un teatro discursivo, sin movimiento. Lo hicieron ya el año pasado, en su primera fiesta: se reunían en tomo a una mesa y hablaban por turno. Este año el escenario es el de la Residencia de Estudiantes, en vísperas de las elecciones de febrero de 1936 y, por lo tanto, en las de la sublevación. Reunión imposible, por las personas que acuden a ella -Azaña, Valle, Unamuno, Lorca, Fraud, Aub, Azorín, Ortega, Machado, Buñuel, Ayala, Sender, Xirgu...- para discutir del arte teatral. Los textos son verídicos, aunque de muy distintas épocas, lo cual se añade a la sensación de humildad de todo el conjunto.El tema esencial de la discusión es el teatro, y la batalla alude a la de entonces: desgraciadamente, ahora se repite, sin que haya polémica ni, mucho menos, batalla. Culpables, según los artificialmente reunidos: el público, la burguesía, el estado, los cómicos que no saben ni siquiera hablar, la cochambre comercial. Nada, repito, ha variado, salvo el punto en que se encontraba la guerra del arte: entonces, en apogeo; ahora, perdida.
Mediocridad
Este remedo parece también un canto de cisne. Se perdió la guerra y la batalla del arte teatral ganó la mediocridad, y el teatro siguió viviendo una existencia censurada y acobardada, aburguesado, ñoño y pobretón, mientras muchos de los supuestamente reunidos morían o se desesperaban en el exilio. Terminó la época desolada y el teatro. no resucitó; se quedaron con el Estado y las instituciones, domesticaron a los grupos libres, premiaron a los clásicos y clasicoides, eligieron a los que salían de la crítica y, lo que es peor, autores dotados de talento se sometieron a todo, perdieron el hálito creador, cayeron en manos de estos directores que debían ser los renovadores, los nuevos, y que ahora se reúnen para comentar en un teatro sin nervio la decadencia teatral, mordiéndose así el teatro su propia cola. Dándose premios entre sí, elogiándose en sus revistas, aplaudiéndose.
Bueno, algo habrá que hacer. Habrá gente que sepa escribir, y gente que se limite a dirigir lo escrito; habrá, a lo mejor, un teatro de pobres que no acepte el dinero institucional. Habrá diez hombres justos; y quizá un crítico o dos que no pretendan estrenar. Y tal vez si los demás críticos escriben teatro, o lo dirigen lo hagan mejor.
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