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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

No me fumen

Eduardo Haro Tecglen reflexionaba en su columna titulada Sin prisa sobre la adopción en Francia de una ley que limita los espacios en que está permitido fumar, y entiende que ello constituye un ataque a la libertad.Considero a Eduardo Haro uno de los intelectuales más lúcidos y honestos de este país y me complace leerle aun cuando, como en este caso, no esté de acuerdo con lo que dice.Pero debo manifestar mi tristeza por que se haya sumado a la campaña que tantos personajes públicos han orquestado, con tenacidad digna de mejor causa, en defensa de los pobrecitos fumadores acorralados por una jauría de inquisidores recidivos. Para ello Haro emplea las palabras -fetiche usuales: dictadura, "salvadores a sangre y fuego", hogueras, cruzada. Palabras -fetiche que, como tales, impactan en el lector sin el contrapeso del matiz, desencadenan en él pav1ovianas reacciones y le sugieren rocosas asociaciones que lo hacen inmune al raciocinio.

La ley francesa, que yo sepa, no prohíbe fumar. Tan sólo prohíbe hacerlo en determinados locales públicos cerrados (lo cual no me parece desatinado: siempre he encontrado incómodo degustar una vichissoise mientras mi vecino de mesa se atiza un caliqueño del nueve largo). Ello quiere decir que el amante de la nicotina podrá chutarse cuantos pitillos le plazcan en su casita y también en los espacios abiertos (que, si mis matemáticas no me fallan, son muchísimos: calles, plazas, parques, terrazas, el campo, la playa ... ).Es más: hasta podrá seguir tomando sus dosis en locales cerrados, en zonas habilitadas para ello. Afirmar, a la vista de todo ello, que se está organizando un auto de fe con los fumadores me parece, sencillamente, una estupidez. La idea que inspira la ley francesa es tan simple como esta: el legítimo derecho a ahumarse los pulmones (sin duda: todo el mundo tiene derecho a procurarse un buen cáncer de pulmón) no puede conculcar el igualmente legítimo derecho a que no le ahúmen a uno los suyos contra su voluntad.

Una idea tan elemental -y, por otra parte, tan asumible en una sociedad presuntamente democrática- es la que venimos defendiendo, sin acritud, muchos no fumadores desde hace tiempo, pero con estupor y desánimo venimos comprobando que, por algún extraño motivo, la gran mayoría de fumadores y también muchos no fumadores inteligentes, como Eduardo Haró, son impermeables a ella, visceralmente incapaces de entenderla.

Creo, además, que quienes ven Torquemadas y Francos por todas partes en realidad no tienen ojos en la cara. Yo he observado con mucha más frecuencia la situación del no fumador que soporta el humo ajeno, incluso en entornos en los que no está permitido (ascensores, vagones de tren para no fumadores, zonas de no fumadores en autobuses y aviones, etcétera), que la del que reprende, cual ángel flamígero, al fumador y lo amenaza con el fuego eterno.

He presenciado respuestas tabernarias a educadas peticiones de que no se fume. Y en mi trabajo, pese a que la Generafitat ha vedado el tabaco en las oficinas públicas, los no fumadores toleramos sin una queja -por una voluntad de convivencia que no vemos correspondida- que nuestros compañeros destilen humo diariamente.

Y ahora resulta que los que no creemos molestar a nadie con nuestros gustos, los que somos fumadores pasivos malgré nous, los que llevamos años tolerando a tanto deshollinador suelto, somos inquisidores furibundos, liberticidas. Cornudos y apaleados, se le llama a eso.

Dice Haro que no fuma, pero que defiende la libertad de fumar o no. Yo también: pero la de no fumar ni activa ni pasivamente. Que fume el que quiera, pero que no me fume. "Es individual", dice. En efecto: por eso pretendemos que no se colectivice: el humo, para el que lo trabaja. Los verdaderos inquisidores son los que, injustificada e histéricamente, llaman inquisidores a los demás-

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