Una atmósfera triste y espesa en un cuadro irreal

El cuadro era extrañamente irreal. La imponente torre Brunswick estaba envuelta en una nube y, en algún lugar dentro de ella, se oía el mar. La nube era de humo y vapor: algunos rescoldos ardían todavía y la llovizna, que rebotaba contra las piedras aún calientes, se convertía en gas. El imposible sonido marítimo -a 50 kilóetros de la costa- era el crepitar de la evaporación. La llovizna y la nube grisácea hacían del castillo una gran figura incolora y como ingrávida.El ruido y los colores estaban en torno a la fortaleza, dispuestos en círculos concéntricos. En el primer círculo, el interior, el ruido era cansino y casi rítmico: el crepitar de la evaporación, la voz ocasional de un bombero, el roce de una viga arrastrada contra el suelo, el motor de un camión emergiendo del oscuro interior de la torre. El cansancio e toda una noche de trabajo se unía a la humedad ambiental en una atmósfera espesa y triste. Los colores, en ese primer círculo inmediato a las ruinas, eran de acuarela suave.
El segundo círculo comenzaba con los vehículos de policía y de bomberos, dispuestos a medio centenar de metros de la torre Brunswick. La humedad se rendía ahí al griterío de miles de curiosos -ayer acudieron , a Windsor muchas más personas que de costumbre, atraídas por la catástrofe- y al color de los paraguas. Plano y guía en mano, el turista accidental se esforzaba por calcular el alcance de los daños y el coste de la restauración. De vez en cuando, un murmullo recorría velozmente la multitud: "Diana, es Diana"; "ahí viene la reina"; "atención, coches negros".
La reina Isabel II visitó ayer el escenario del desastre. Dentro, el duque de York se paseaba entre los escombros. La comitiva de vehículos oficiales resultó ser la del ministro del Patrimonio, Peter Brooke, un perfecto desconocido para el público.
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