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INTELECTUALES, SL

El papel de los intelectuales en la tribuna pública ha venido siendo el de voz de la conciencIa de una sociedad. ¿Lo es aún? De una parte, parece que hoy este papel tratan de apropiárselo en España una turbia bandada de aparentes paladines de la libertad y de la democracia, pero que, en realidad, sólo están demasiado necesitados de atraer al público por una cuestión de subsistencia, puesto que la libertad y la democracia son un valor que cotiza por ahora en el mundo de la información. Ahí se mezclan desde daltónicos morales hasta profesionales de la calumnia, amparados en una interesada confusión que borre la memoria y la conciencia del lector y sólo prevalezca la de ellos: su tinta es de calamar.Pero, por otra parte -y esto es lo importante-, lo que también parece es que el viejo estilo de las voces de la verdad no volverá más; y puede que sea bueno para todos, porque hacer de voz de la conciencia de toda una sociedad es, en las sociedades democráticas, una carga excesiva y un bien confuso. La nueva función del intelectual ha de ser, en mi opinión, la de dejar de proclamar la verdad -tarea igualmente excesiva y confusa- para limitarse al esfuerzo de arrebatar una parte de ella a aquellos que traten de apoderarse de su totalidad.

Desde la figura de Voltaire, posiblemente el inventor del compromiso intelectual, numerosos artistas y pensadores -y, en menor medida, científicos han tenido un formal trato mediato entre realidad y sociedad que les ha concedido un protagonismo personal. A partir del momento en que Diderot y Rousseau explicitaron con sus concepciones del mundo dos direcciones opuestas que, sin embargo, se dirigían inexorablemente a un punto de encuentro histórico -la Revolución de 1789-, el papel del intelectual no ha dejado de tener una influencia pública de extraordinaria importancia en el desarrollo de la civilización occidental.

La exaltación romántica de carácter historicista y nacionalista, el compromiso con la realidad de novelistas decimonónicos como Dickens, el compromiso puro y duro del artista con la verdad en el J'accuse de Zola, el todavía insuperable teatro didáctico de Bertolt Brecht, el acceso al poder de los propios intelectuales dentro del bolchevismo (a los que Martov dedicó palabras de terrible actualidad) y, en fin, la figura moderna del intelectual comprometido representada por hombres como Albert Camus o Jean-Paul Sartre, son algunos de los jalones de una larga historia que comienza en la Ilustración y que, al final de este siglo XX, se instala en la perplejidad, el desconcierto e, incluso, el numantinismo. Los edificios socio-políticos que de un modo u otro amparaban al intelectual comprometido, sobre todo desde el fin de la vieja Europa, se han venido abajo. ¿Cómo continuar defendiendo la razón y la justicia desde posiciones cargadas de sentido, pero cuyas vías tradicionales de canalización ideológica suscitan hoy temblor, soledad y autocrítica?

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No pretendo hacer valer un reduccionismo hacia la izquierda de toda posición pública intelectual de mérito, pero no e

menos cierto que en torno a un muy amplio concepto de izquierdismo o, mejor dicho, de compromiso casi siempre insta lado en la órbita del izquierdismo, se ha movido en este siglo el compromiso político del intelectual.

He hablado de compromiso político porque ésta ha sido la realidad. Es más, echando la vista atrás en el siglo, no es aventurado afirmar que el intelectual ha abusado de su poder y ha pasado de ser protagonista por causa necesaria a serlo por su deseo de intervenir en la historia, al menos desde que comenzó la liquidación de la vieja Europa. Se trataba de prestar la voz a quienes no la tenían y de encauzar el futuro según el modelo clásico del bolchevismo. A partir de ahí, la voz de la conciencia, crecida por su predicamento, degenera en voz de la verdad; el deslizamiento hacia la actitud de armar ideológicamente a grupos revolucionarios atrapados finalmente en posiciones paramilitares y terroristas sería un camino extremo y final suficientemente claro y de terribles consecuencias. Temo que estos excesos hayan minado, quizá para siempre, cierta clase de prestigio intelectual.

El caso es que en las sociedades Norte el peso del intelectual en la opinión pública ha descendido notablemente en términos generales, mientras en las sociedades Sur aún ocupa un considerable espacio de tal territorio. Podría deducirse que, cuanto más inexistente, quasi inexistente, imperfecta o sencillamente joven es la implantación de la democracia, tanto más peso tiene el papel del intelectual y viceversa. Si esto es así, sospecho que el desarrollo económico, político y social ha de devolver a los intelectuales a sus oficios específicos -arte, pensamiento, ciencia- y en ellos, sobre todo en ellos, será donde se encuentren con sus contemporáneos.

¿Pero ha de ser sólo así? ¿Dónde queda, pues, esa capacidad de penetrar en la profundidad del acontecer humano que caracterizaba a los intelectuales y les investía de autoridad para intervenir en la cosa pública? Por supuesto, en los productos más característicos de su oficio, sea éste de poeta, director de cine, filósofo o astrofísico; pero ¿dejará de ejercer y poner a prueba esa capacidad en la tribuna pública en un futuro próximo?

Posiblemente, el intelectual -el intelectual humanista del mundo occidental, se entiendedeba corregir hoy seriamente su punto de mira, tanto si pertenece al Norte como al Sur, ya en América, ya en Europa. En España no lo harán los numantinos, aquellos que ahora pretenderán entretener y proteger con los cuentos de la abuela comunista a su público como otros lo hacen desde el 75 con los cuentos de la abuela franquista. Tampoco creo que lo hagan los engreídos de su poder y mucho menos los que han dejado de pensar por cuenta propia. Hoy en día, el intelectual no puede ya (ni debe) armar a nadie. Ni siquiera debe estar, en cuanto tribuno público, del lado de nadie. Y sospecho que también ha terminado de predicar; al menos mientras las democracias permanezcan, aunque supongo que su adiós a la predicación ha de ser definitivo en todo caso. La tarea de la predicación corresponde a la enseñanza de la fe, no a la búsqueda de la verdad.

El valor del intelectual no se encuentra ni en la ejemplaridad de vida (circunstancia compartible con otros muchos ciudadanos de todo tipo), ni en sus conocimientos generales (que también pueden ser compartidos por otra gente atenta e informada), ni en su capacidad de arriesgar cárcel y muerte (han sido más los no intelectuales que han corrido esa suerte), sino en el prestigio moral de su conocimiento, un ejercicio de conocimiento en el que su compromiso es, sustancialmente, con el abismo de la verdad, aunque le lleve al infierno.

La verdad es como la vida: es de todos y no es de nadie. Por eso mismo, la tarea del intelectual es, en lo personal -y parafraseando a Fernando Savater-, merecerse la verdad; y, en lo público, hacer frente a todo aquel en quien detecte el deseo de apoderarse de la verdad, pues ése es el tirano, aunque se esconda bajo un disfraz democrático. Su tarea pública, su aportación como ciudadano, ya no es tanto la de predicar la verdad, como ha pretendido hacer tantas veces en este siglo, como la de detectar a quien pretenda apropiarse de ella. Al mismo tiempo, su tarea personal, ese merecimiento de la verdad, será su obra, el resultado de su lucha con el abismo.

Se avecinan tiempos en los que la argumentación de la denuncia definirá a los intelectuales con mucha mayor viveza que la predicación de la verdad a la que le ha llevado su soberbia. Quizá ha llegado el momento de convertir su soberbia en el mejor acicate para la meditación y no para el protagonismo. Y ha llegado también el momento de volver a la independencia, cuyo precio es la soledad ante el poder, ante cualquier clase de poder, incluido el de la creación

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