Soliloquio de Ignacio Ellacuria
El 16 de noviembre de 1989 una unidad del Ejército de El Salvador asesinó a seis sacerdotes jesuitas y dos trabajadoras de la Universidad Centroamericana de San Salvador. En este artículo se recuerda aquel cruel suceso.
Son, ya, tres años. Hace ahora tres largos años que sucedió la imprevisible visita de la muerte. Aunque desde la distancia lo comprendo mejor, estaba anunciada y fui incapaz de asumir una realidad tan vergonzosa. Porque yo estaba en Europa, gestionando, cuestionando para la UCA, cuando Cristiani me llamó y me rogó que viajara a El Salvador: la ofensiva guerrillera del 89 estaba en Su cenit, y yo, tan denostado y odiado, aparecía como uno de los mediadores fundamentales del conflicto. Sabe Dios que viajé lleno de esperanza, hasta de ilusión, aunque mi vida corriera el inevitable peligro del. odio saltado a pedazos en aquel caos. Pero Cristiani me había asegurado que nada me pasaría. Y yo, en mi testaruda ingenuidad, me lo creí.Desde aquí, tan dificil de explicar, contemplo a menudo la persona y la vida del presidente. Y me sonrío ante su inestable ascensión: alcanzó la presidencia aupado por los gringos, que deseaban eliminar el protagonismo del mayor D'Aubuisson, con sus criminales escuadrones de la muerte a cuestas; supo manejarse hasta firmar la paz con la guerrilla, y ahora anda de cabeza porque duda entre su fidelidad a lo pactado y tantos pactos estipulados con sus fieles compañeros de camino, la indestructible oligarquía y los prepotentes militares. Freddy Cristiani, con quien tanto hablé sobre la necesidad de una honesta paz, al que invité a conferenciar en la universidad, jugándome la credibilidad ante el FMLN, no supo mantener su palabra cuando prometió proteger mi vida y tampoco ahora acierta a mantener lo pactado en México. Este hombre está Heno de buenas voluntades, pero careció siempre de la contundencia de un auténtico líder.
En ocasiones, cuando hablo con los compañeros que murieron conmigo, y revisamos nuestras vidas, lo que más nos fastidia es que acaben sin obtener la paz que nuestras muertes tanto ayudaron a conquistar. Vivimos como vivimos porque aceptamos ser piedra de escándalo entre tanta hipocresía, que engendraba tanta calamidad e injusticia. Y, en purísima lógica, morimos como, en la oscuridad de las noches tropicales, sabíamos que podíamos morir. Tantas veces expliqué a los muchachos de la UCA que entre vida y muerte lo ideal es que haya adecuación, por mucho que cueste, que siempre me he sentido un privilegiado de que todo sucediera como sucedió. Y sin embargo, de cierto tiempo a esta parte me asalta la cruel duda de que cuanto sucedió aquella noche pierda el sentido, deje de ser tierra fecunda de paz, para convertirse en vulgar asesinato de unos curas molestos. Duele, duele mucho, muchísimo, pensar tal cosa: la muerte inútil.
¿Y el amigo Villalobos? Aquel hombre de seria mirada, de modales contenidos, de intransigente actitud revolucionaria, de imprevisible capacidad estratégica en la montaña, sí, el comandante Villalobos se merece que la paz pactada en Chapultepec se consume en concreto, no sea que los fantasmas del pasado retornen a su mente de idealista cerebral. Gran persona Villalobos. Cómo dialogábamos cuando yo charlaba con Cristiani y él me lo recriminaba: nos encontrábamos en el mismo barco, pero yo no podía abdicar de mi condición de reconciliador, mientras a él le preocupaba el engaño del adversario. Me ponía en guardia. Y yo le empujaba al coloquio, como suprema arma ante la batalla que jamás llegaría a ganar. Anda apesadumbrado, como irritado, y con razón. El trabajo de largos meses puede hacerse añicos por la cerrilidad de unos prepotentes que se apoyan en las ambiciones espurias de los militares. Comandante Villalobos.Abismo humano
Todo esto no es pesimismo, no. Resulta que en la eternidad se pierde la capacidad de mentirse y se gana la verdad total. Esa aniquiladora de cualquier argucia que se te cruce para evitar el choque con cosas y personas, y que te produce el escalofrío del abismo humano. Nada es aquí como parecía allí, nada resulta igual, nada tiene el mismo sentido, y nada lo soportas de la misma manera. Aquí se impone la verdad desnuda, y contemplas a Cristiani, a los compañeros, a Villalobos, al pueblo, a los prepotentes, a todos, con el prisma de una infinita y compasiva comprensión. Pobre gente, como era yo mismo, que se esfuerza por llevar adelante planes demasiado humanos, sin tener en cuenta los más elementales valores de la vida y de la muerte. Gente superada por su historia, violenta y desquiciada.
Entre todos habíamos firmado la paz. Todavía recuerdo el momento en que, decidido y con la sinceridad en la mirada, Cristiani se levantó para estrechar la mano de los seis comandantes del FMLN. Era como un signo del futuro reconciliado. El retorno a la capital, la visita a la catedral y, por fin, el inolvidable momento en que los comandantes vinieron a vernos, a verme, en la capilla universitaria, donde reposan nuestros mortales cuerpos. ¿Puede volverse a romper tanta belleza acumulada a fuerza de dolores sin cuento? ¿Puede quebrarse el designio de un pueblo? Siento que no. Pero los acontecimientos últimos me dictan lo contrario.
Quiero decirles a los importantes de este mundo en el que viví apasionadamente, y por el que tanto luché que también ellos son responsables del porvenir de El Salvador. Y no pueden permanecer callados, precisamente después de haberse comprometido en México, cuando los aplausos sonaban y la fama subía por sus mejillas. Tal vez la hora de la verdad llegue ahora, cuando los sables y los dólares están en acción de nuevo, y es más precisa que nunca su intervención para defender los derechos del pueblo. Mi muerte vale poco, bien lo sé, pero la permanente muerte de los pobres, como dice mi querido Jon Sobrino, jamás deja de clamar al cielo, porque conlleva la muerte del Dios vivo, en quien siempre creí, a quien amé, con quien morí... Los importantes del Mundo tienen una deuda con los salvadoreños, haberles procurado gustar las mieles de la paz. Casi nada.
Mi nube del sueño eterno me espera para echarme una dormidita reparadora... Este atardecer he charlado demasiado conmigo mismo, que es como hablar con mis antiguos amigos y Amigas... Esos que siguen en la brecha de la historia, y me recuerdan todavía, aunque cada vez el recuerdo merme, porque el tiempo mata la memoria, horrible mortandad... Allá, en su nube, descubro a monseñor Romero, excelente contertulio, que, como buen pastor, jamás desespera: mantiene el don de la serenidad, aunque una maldita bala le troceara el amable corazón.... Solemos hablar de nuestra Iglesia, de si está con los poderosos o con los pobres, con los que matan o con los que mueren, con el dinero o con la carencia... En ocasiones me pregunta con una delicada ironía por los nuevos jesuitas, si están dispuestos a morir por la justicia, como tanto repiten... Me comunica paz monseñor Romero, puesto en los altares del pueblo, pero no en los oficiales....
Tres años ya de aquella muerte tan dignamente indigna... La gente olvida, porque aparecen nuevos mitos, mejores que uno mismo... Dentro de un rato me acercaré al césped donde nos masacraron, convertido ahora en rosaleda, para rezar por El Salvador... Y me diré que solamente hice lo que debía: morir por el pueblo sirviéndole con la inteligencia... Al cabo, echaré una mirada al palacio de Cristiani para que sea capaz de no mentirle, otra vez, a su pueblo...
es jesuita y profesor universitario.
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