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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Razis

PARA DISPARAR contra cuatro personas que toman sopa pacíficamente a la luz de una vela no hace falta una preparación especial: basta con ser tan miserable como para ser capaz de matar a alguien por el color de su piel o el acento con que habla. Los ademanes y la vestimenta paramilitares, incluyendo pasamontañas copiados de los tebeos, no eran, por tanto, necesarios. En cambio, eran imprescindibles los carteles destinados a alentar sentimientos racistas entre la población: "¡Stop a la inmigración!", "¡Los españoles primero!", podía leerse estos días en las paredes de Aravaca, población situada en las afueras de Madrid. Carteles que, si no colocaron, seguro que leyeron los obtusos racistas, pequeños nazis en ciernes, que anteanoche decidieron pasar a la acción: disparar a quemarropa contra cuatro de los 20 o 30 dominicanos que pernoctaban entre los muros de una discoteca abandonada situada en esa localidad. No les tembló el pulso: una mujer de 33 años muerta y un hombre de 43 gravemente herido.Hace cuatro meses fue en Fraga, provincia de Huesca: una expedición de encapuchados armados de estacas y porras apaleaba a un grupo de magrebíes que dormían. Avergonzado porque tal cosa hubiera podido ocurrir en su pueblo, el alcalde dimitió. Pero antes de hacerlo advirtió, en términos que llamaron la atención por su acento dramático, sobre la necesidad de hacer frente tanto a los problemas objetivos planteados por la integración de los inmigrantes como a la violencia potencial de los sectores de la población española opuestos a esa integración.

Aunque la inmigración económica hacia nuestro país ha aumentado mucho en los últimos años, la población extranjera sigue siendo en España relativamente poco numerosa: menos del 2,5% del total de habitantes, porcentaje bastante inferior al de la mayoría de los países de Europa occidental. Hasta ahora, los grupos ideológicos expresamente racistas han sido aquí poco influyentes, en contraste, por ejemplo, con Francia, donde la explotación de los sentimientos xenófobos constituye el eje de un partido, el de Le Pen, que ha llegado a recoger el 16% de los votos.

Pero el hecho de que la mayoría de los españoles rechace albergar sentimientos racistas en su corazón no es contradictorio con la existencia de prácticas que revelan una mentalidad de ese tipo. Cada vez que se produce un incidente en el que se ven implicados extranjeros (o más precisamente: extranjeros procedentes de países pobres), los vecinos entrevistados por televisión comienzan por declarar que ellos no son racistas, ni mucho menos. Pero a continuación explican el caso en términos que constituyen un catálogo de los tópicos propios de esa mentalidad: son sucios, ruidosos, viven hacinados. Y sobre todo: son delincuentes. La identificación entre situación de ilegalidad -no tener papeles- y práctica de la delincuencia es tal vez la manifestación más reveladora de ese racismo que se ignora a sí mismo y que constituye el caldo en el que germina el otro: el de los que disparatan en las paredes y a veces, como ahora, disparan.

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Una encuesta reciente del CIS confirmaba esa contradictoria actitud de la población española. El 90% de los encuestados se manifestaba a favor de la libertad para vivir y trabajar en cualquier país, sea o no el de origen, pero la mitad de ellos consideraba que los inmigrantes llegados a España se dedican a la delincuencia al no encontrar trabajo, y un 16% estimaba simplemente que los inmigrantes "son delincuentes". Las mismas personas que negaban cualquier animadversión contra los extranjeros en general afirmaban sentir antipatía ante los negros de Norteamérica (78%), mientras que un tercio de los consultados se mostraba partidario de adoptar medidas "muy" o "bastante duras" respecto a los inmigrantes árabes y africanos. En fin, tal vez el prejuicio más persistente es el de que los extranjeros quitan puestos de trabajo a los nacionales. Así lo piensan dos de cada tres españoles, pese a que la experiencia empírica demuestra que la inmensa mayoría de los inmigrantes procedentes de África y América Latina ocupa aquellos empleos que, sobre todo en la construcción y en el servicio doméstico, rechazan los españoles.

Esos inmigrantes, son lo que nosotros fuimos, y si bien la integración requiere un equilibrio entre la presión migratoria y las posibilidades del mercado de trabajo, ninguna política de extranjería podrá prescindir de la perspectiva humanitaria. Ser un inmigrante ilegal no significa carecer de derechos y, mucho menos, convertirse en blanco de las criminales razias de niñatos fascistas. Evitar su impunidad es ahora un imperativo .de conciencia del Estado democrático de derecho.

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