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JAIME GARCÍA AÑOVEROS Oígo,patria, tu aflición

"Y escucho el triste concierto / que forman, tocando a muerto, / la campana y el cañón". Así empieza, como bastantes deben saber, la larga tirada de sonoros versos de Bernardo López García en la elegía heroica Dos de mayo. A la tierna edad de ocho o nueve años me aprendí de memoria una buena parte, creo que para algún recital escolar. En casa me la hacían repetir, para arrobo de mis tías. A una de ellas se le saltaban las lágrimas cuando llegaban aquellos versos que yo declamaba con aire decidido: "No pisará vuestra tumba / la planta del extranjero".Claro que la guerra civil estaba casi caliente y el sentimiento patriótico estaba efervescente. La emoción no era fruto exclusivo de mis habilidades de rapsoda.

El extranjero del verso era, se comprende, francés. La educación es terreno propicio para toda suerte de tropelías; a mí me inculcaban un sentimiento patriótico antifrancés; ahora se forman sujetos de mente europea y universal sobre la base humanística de la historia de su barrio. Afortunadamente, el ser humano es bastante resistente a las calamidades y el fracaso permanente de designios educativos es una de las mejores muestras de la reciedumbre de la especie humana, en lo que influye la incoherencia del sistema educativo mismo, porque, a la vez que me prevenía contra lo francés, me hacía aprender la lengua francesa. Menos mal.

Y eso que España, periférica en Europa, es un caso bastante singular. Casi nunca invadida por otros europeos, el cultivo del recelo frente a lo francés, en este caso, provenía de hechos acaecidos casi 150 años antes de la fecha en que ejercía el arte declamatorio. ¿Qué sucedía, y sucede, en cambio, en los países de Europa en los que es vivencia personal no muerta la cara, los modos, el olor y el miedo al invasor europeo?

Las identidades colectivas de las personas que integran eso que llamamos Europa se han definido a golpes intraeuropeos. Los europeos se han ido haciendo, históricamente, al hilo del destrozo permanente, de la agresión del europeo contra el europeo. Es verdad que muchos europeos trascendieron las fronteras y configuraron otros mundos, pero eso, que ha moldeado los modos de algunos pueblos de manera singular, no ha contribuido tanto a forjar la conciencia de identidad colectiva como los triunfos y heroicidades en la contienda interna.

Las gestas de los británicos en el mundo han sido muchas y muy notables; pero Nelson, el vencedor de franceses y españoles en Trafalgar, y Wellington, el vencedor en Waterloo, son los símbolos elegidos, más que ningún otro, para afirmar la propia personalidad. Y ahí está el Arco de Triunfo, recordando con nombres y fechas la mortandad producida por Napoleón en más de media Europa. Italia es un rosario de monumentos a los vencedores contra el invasor.. Y así sucesivamente. Hasta Portugal, el país de Europa que probablemente debe más de sí mismo a una acción sorprendente en el universo mundo, centra su autodevoción en ese monasterio de Batalha que conmemora la inmarcesible gloria de Aljubarrota.

Es cierto que esa ferocidad interna y tantas veces repetida, y tan definitoria, ha coexistido con una cultura común que tenía conciencia de su universalidad; es cierto que la comunicación entre los europeos ha sido siempre intensa y fructífera; son modernas y revolucionarias máquinas que permiten tanto el uso de monedas de cualquier tipo como tarjetas telefónicas.

Cuando, por fin, estábamos contentos, sustituyeron la mitad de estos teléfonos por otros en los que las llamadas sólo pueden realizarse estando en posesión de la citada tarjeta.

Como cabía esperar, nos encontramos de nuevo entre la espada y la pared: tarjetas o colas de espera. Cuando por fin cedemos ante la necesidad, invertir en Telefónica, con la compra de tarjetas, nos encontramos con que las innovadoras máquinas fallan como escopetas de feria. Por todo esto, sólo nos queda la esperanza de que con el tiempo solvente el problema; no obstante, permítannos que lo dudemos también lo es que los signos de identidad nacionalista, y el consiguiente vuelco de la autocontemplación colectiva al contraste con el enemigo más próximo, y más vilipendiado y odiado, son en mucha medida fruto relativamente reciente, al menos en su más acendrada dureza, del siglo pasado y del presente.

Por eso los europeos son gente muy suya, sobre todo frente a los otros europeos. Y así, las dificultades para crear una organización supranacional con objetivos comunes en el mundo y los medios institucionales para conseguirlos no son poca cosa.

Europa como entidad jurídica es un producto de la razón y de la necesidad, no de la pasión política. Cuando surge la Comunidad, los países fundadores quieren poner los medios para una mayor prosperidad, para que sus gentes vivan mejor; cada uno por su lado no tiene las mismas posibilidades que todos juntos. Pero no es esto sólo: el reforzamiento económico es la base de una fortaleza defensiva frente a la temida presencia soviética en las fronteras orientales. La Unión Soviética no miró con buenos ojos la Comunidad inicial, y casi todos los partidos comunistas occidentales fueron más que reticentes, aunque lía entonces Jruschov había hecho públicas algunas de las monstruosidades estalinianas. Muy poco tiempo después se alzó el muro de Berlín. El oriente europeo cercano se fue poblando de ojivas y otros soportes de amenaza nuclear. La CE tuvo, desde el principio, un gran sentido político, occidental y antisoviético.

La conveniencia en sí y la conveniencia ante la amenaza determinaron su andadura. Pero siempre fue una operación de políticos minuciosamente discutida, prolijamente ejecutada, una operación a largo plazo hecha con la cabeza. No a espaldas de los pueblos, con la aceptación de éstos, se trataba de políticos de democracias liberales, elegidos y que daban cuenta a sus pueblos. Los países perdían, cada uno, soberanía; claro que la perdían. Aunque participaban en la soberanía transferida al órgano común, en el que la regla de la unanimidad mantenía la idea clara de la libertad nacional.

Pero Ias campanas no tocaron a rebato. La Comunidad no se hizo ni se ha desarrollado a golpe de bandera y banda, ni grandes masas invadieron, entusiasmadas, grandes plazas para clamar contra alguien, ni hubo nunca vistosas paradas militares, ni se tocaron, en los sistemas educativos ni en la propaganda política, los sagrados principios de la identidad nacional respectiva, forjada en la más ardua oposición al vecino. Lo que se venía a decir era: no nos destrocemos más entre nosotros como ha sucedido hasta el recientísimo pasado. Sentemos la cabeza y veamos la conveniencia de las reglas que nos van a permitir vivir mejor y ser más fuertes en las batallas económicas que se desarrollan en el mundo y frente al poderío amenazante que tenemos aquí al lado. Pero cada cual sigue siendo cada cual; no vamos a derribar ni un solo monumento patriótico. La patria es la patria. Lo otro es una especie de sociedad mercantil o el matrimonio de conveniencia.

Pero a veces, para que una sociedad, por mercantil que sea, funcione bien hace falta una fuerte identificación personal con ella; eso que los romanos llamaban técnicamente la affectio societatis. Sin una fuerte identificación societaria de los ejecutivos o de los socios, la sociedad mercantil no prospera. Cualquier asociación para conseguir objetivos vitales supone un reforzamiento de la posición de socio y una pérdida de libertad de éste, que ahora acepta unas reglas de comportamiento de las que antes estaba exento. La asociación implica pérdida de soberanía nacional. Que luego uno ande por el mundo o se quede en su casa, más orgulloso de ser francés que de ser miembro de la Comunidad, es otra cosa.

Ha resultado un tanto patética, con motivo del reciente referéndum francés sobre el Tratado de Maastricht, la entrega con la que los partidarios del sí han tratado de demostrar que no hay, en su aplicación, pérdida de soberanía nacional. También es patético el tira y afloja de los británicos en sus relaciones con la Comunidad. Y la hartura alemana: bien está lo que está bueno, pero no vamos a estar pagando siempre necesariamente las culpas de nues-

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es catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

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