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GUERRA EN LOS BALCANES

Hambrientos y errantes

Millares de civiles bosnios, convertidos en refugiados en su propia tierra

Ya es demasiado tarde. En la Europa del año 1992 se van a repetir trágicas escenas que parecerán sacadas directamente de la Segunda Guerra Mundial. Millares de civiles que se han librado de la violencia en Bosnia-Herzegovina perecerán de frío y hambre. Son refugiados en su propia tierra. Los serbios ya no necesitan balas. Su mejor arma para completar la oprobiosa tarea de "limpieza étnica" ya ha llegado. Es el invierno.

Los árboles de Bosnia ya han perdido su follaje de fuego. El sol invisible arroja luz sepia sobre imágenes inverosímiles: legiones de hombres y mujeres huyendo penosamente por los caminos de Bosnia. Gente de rostro cansado encaramada a autobuses, camiones, tractores, carromatos arcaicos. Todos estos hombres, todas estas mujeres tienen una historia de horror que contar.La captura del pueblo de Jajce por fuerzas serbias hace una semana fue un punto crucial en la penosa marcha del pueblo bosnio. La población civil de este pintoresco pueblo donde Tito instaló su cuartel general en la segunda gran guerra se dio cuenta de que el desastre era inminente cuando vio que la defensa se retiraba a toda prisa. Veinticuatro horas más tarde, el angosto camino hacia Travnik estaba atascado por más de 20.000 personas que huían bajo intenso bombardeo serbio. Más de cincuenta kilómetros a paso de tortuga por el camino principal. Otros eligieron la más corta pero más peligrosa senda de la montaña, que atraviesa por una franja de tierra de nadie de kilómetro y medio a merced de artilleros y francotiradores.

Quizá nunca se llegue a saber exactamente cuánta gente se lanzó sobre lo que un oficial británico que vio el éxodo llama ahora "la senda de Ho Chi Min", en referencia a la tortuosa senda vietnamita que se convirtió en una trampa mortal. Naciones Unidas estima que por lo menos 30.000. Aún ayer seguía saliendo gente, y entre ellos estaba un campesino viejo cuya historia invariablemente invita a la analogía con los judíos europeos perseguidos por los nazis en la Segunda Guerra Mundial.

Dos caballos famélicos

Pile Dramatz tiene 63 años y un carromato tirado por dos caballos famélicos. En él viajan su mujer inválida y su hija mayor. Atada al vehículo viaja una vaca lechera de ubre arrugada. "En mi granja tenía una casa bonita. Hoy, todo lo que me queda en la vida es esto", dice. Dramatz y su familia vivían en Prijedor, pero tuvieron que huir a Jajce hace tres meses, cuando los serbios comenzaron a asediar su pueblo. "Sabía que no podíamos durar mucho allí", dice mientras Lucía, su mujer, tose inmóvil en su silla de ruedas. "Está así hace 11 años" dice el campesino exiliado.

La marcha forzosa no es sólo una ignominia. Es sobre todo una trampa mortal. Tan lenta fue la huida de Jajce que dio tiempo a los soldados serbios a atacar a corta distancia. Un oficial británico acuartelado en el vecino pueblo de Vitez cuenta la historia de un pequeño convoy de tres camionetas que se aventuró a huir por el descampado. Cuando el primer vehículo redujo la velocidad para cruzar un lodazal, un combatiente serbio se aproximó al convoy y lanzó una granada de mano en la parte trasera del último. La explosión despedazó a un niño de cinco años. Cuando su padre, que conducía, se bajó de la cabina, fue ametrallado. "Estas cosas están pasando a diario", dijo el oficial.

Funcionarios de la ONU recogen sin cesar testimonios escalofriantes. Civiles en fuga atrapados por fuego de artillería. En el intento de documentar estas historias pereció esta semana un camarógrafo croata de la televisión británica BBC.

Para los que han logrado salir de Jajce, la primera opción es Travnik, donde los síntomas de la derrota militar de los bosnios y sus discutibles aliados croatas están por todas partes. Hace dos días, mientras centenares de musulmanes de Bosnia se apretujaban a la entrada de la mezquita a la espera de recibir alimentos de la organización musulmana Merhamet, pasó un desfile de combatientes exhaustos. Más de 300 hombres cansados que rehusaban ser fotografiados. Eran un retrato de la humillación en la derrota.

El rumbo era idéntico: Zenica, la otrora próspera ciudad industrial que hoy se ha convertido en el gran centro de los refugiados imprevistos y donde la ONU está descubriendo la confirmación de sus más sombrías sospechas. El éxodo de la región de Jajce y Travnik acaba generalmente en la ancha avenida que todavía lleva el nombre del Mariscal Tito. En el salón de exposiciones de la tienda de muebles Sipad viven hoy 654 refugiados y, aunque duermen en el suelo y comen dos veces al día emparedados de sardinas, pueden considerarse afortunados. En Zenica no queda espacio físico para la hospitalidad ni la solidaridad.

En el interior de la tienda Sipad, la cacofonía de toses, llantos de niños, riñas por la comida, órdenes y el afán por recibir un bono de alimentación apenas dejan escuchar las palabras de su responsable, Fahir Imamovic, un cuarentón de boina azul y bigote hirsuto. "Éste es el primer campo de refugiados de Europa", dice. "Y a muy poca distancia de Europa". En la pared hay un primoroso calendario de 1992 con fotografías de las bondades industriales de Zenica. "Hoy en Zenica ya hay 45 campos de refugiados de Bosnia", añade. Y la ayuda tarda mucho en llegar. De momento la preocupación es conseguir los medios para instalar letrinas. En lo que fue tienda de muebles hay una sola, y la gente tiene que salir a la calle, pero siempre dejando a alguien dentro del "salón de exposiciones", porque puede llegar otra familia que te robe el sitio para dormir bajo techo.

En esta ciudad de gente que deambula por las calles con maletas de todo tamaño y color, lo más importante es el techo que proteja de la lluvia. Fahir Imamovic dice con razón: "Somos los nuevos palestinos".

La analogía resulta cabal si se tiene en cuenta que Croacia, de por sí inundada de refugiados musulmanes de Bosnia, se está negando a recibir más. En la frontera entre Croacia y Herzegovina, en una escuela en el pueblo de Posusje, hay desconsuelo y frustración. Más de mil personas hacinadas en los tres pisos de un vetusto edificio. Hombres y mujeres duermen en colchones delgados sobre un piso mojado por las goteras.

Idris Vlasenic, de 73 años, se pasa el día en cama sin más abrigo que dos mantas delgadas. Su mujer le da café, pero nada le consuela. Idris Vlasenic es ciego, y los gritos de los niños le atormentan. "Sólo quiero volver a mi granja de Prijedor", dice. "Me toca morir, lo sé. Pero quisiera silencio y que me enterraran en mi tierra".

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