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Nueva York ya no es la meca del arte moderno

La crisis del mercado desplaza a los jóvenes creadores en beneficio de los maestros consagrados

Dos características sobresalen en el arranque de la temporada artística neoyorquina: por un lado, la vuelta a los clásicos del siglo XX, que son los valores más seguros, así como, por otro, el intento de arropar el arte último bajo la sombra protectora de aquéllos. La aguda crisis del mercado del arte que se vive en todo el mundo con cierres de galerías y escasas ventas se plasma así en un escenario que ha sido durante la última década un escenario abierto a lo más nuevo. Es tiempo de contemplar el pasado.

Resulta significativo que los grandes acontecimientos de este inicio otoñal de la temporada de exposiciones neoyorquina hayan sido sendas retrospectivas de dos figuras capitales de la pintura del siglo XX: la del francés Henri Matisse (1869-1954), que estará abierta hasta el próximo 12 de enero de 1993 en el Museo de Arte Moderno, y la del belga René Magritte (1898-1967), cuya presencia en el Metropolitano durará, a su vez, hasta el 22 de noviembre del presente año. Por otra parte, merecen destacarse la descomunal exposición antológica que dedica el Museo Guggenheim a la vanguardia soviética -The great utopia. The russian and soviet avant-garde, 1915-1932-, cuya clausura está prevista para el próximo 15 de diciembre, así como la que esta misma institución ha dedicado, en su nueva sede del Soho, a los años cincuenta del norteamericano Robert Rauschenberg (Port Arthur, 1925) y a Marc Chagall y el teatro judío, donde se aborda una fuente principal para conocer el trasfondo antropológico que alimentó la obra de este imaginativo ruso, siempre en tensión entre la vanguardia y el folclor.Con tan sólo estos datos seleccionados entre lo más destacable de las exposiciones ahora en exhibición en Nueva York, creo que se puede confirmar este aire de solemne seriedad y solidez con que se presenta el panorama artístico contemporáneo, pues hasta del único de los clásicos que está vivo, R. Rauschenberg, se ha buscado su periodo más indiscutible, pero, además, la forma en que estas muestras han sido presentadas al público, junto a otros eventos paralelos que no he citado, refuerza esta intención como de disculparse ante los excesos vanguardistas, entremezclando las obras de mayor riesgo y polémica, que suelen ser las más recientes, con la de los maestros consagrados, lo que no sólo revela la actitud de prudencia timorata que invade el ambiente, sino que genera no poca confusión y hasta un deliberado afán de escamotear / disfrazar la realidad.

Provocación

No es que, por otra parte, los propios artistas últimos apuesten en exceso por la provocación o el riesgo, pero, hagan lo que hagan, el caso es que hay que volverlos a buscar fuera de los circuitos áureos de los grandes museos modernos; esto es: que hay que acudir a las cada vez más escasas instituciones que cultivan el lenguaje vanguardista de hoy, como la DIART Foundation, que ahora presenta una interesante instalación de Robert Gober, y, sobre todo, a las súbitamente vacías galerías. Entre estas últimas hay que citar la reciente inauguración del español Miquel Barceló en la célebre galería de Leo Castelli.

Pero, volviendo sobre estas grandes muestras ahora exhibidas en Nueva York y su revelador estilo de presentación, ¿qué se puede decir de una retrospectiva como la de Matisse en el MOMA, con sus 412 obras, las primeras fechadas en 1890 y las últimas en 1953? Pues, evidentemente, que se trata de una selección rigurosa y hasta abrumadora, así como que ha sido pensada para que las multitudes se asfixien en salas abarrotadas bajo el ensalmo del gran mito, lo que ciertamente ocurre día tras día, pero que desprende un insoportable aroma light, donde la genialidad queda siempre sacrificada al más puro estilo conservador de la academia, lo que no favorece precisamente al maravilloso artista francés. No es que lo magistral y lo débil se superpongan indiscriminadamente en esta selección, sino que el talante formalista de los responsables de la misma va limando, tanto en la propia selección como en el montaje, toda intensidad, toda veleidad dramática en la apasionante evolución del quizá mejor pintor del siglo, como le gustaba afirmar a R. Motherwell, que, sin embargo, calificaba a Picasso como el mejor artista del XX.

Así las cosas, no es extraño que una exposición cuantitativamente más modesta y sobre un pintor, a su vez, comparativamente menos genial que Matisse, como el surrealista R. Magritte, resulte, sin embargo, más sorprendente, a pesar o, si se quiere, gracias a contar con un conjunto de sólo 168 obras, que, evidentemente, resulta más abarcable, y sobre todo habiendo sido seleccionado con una intención más aguda, que pone el énfasis en los puntos ácidos y fuertes. Esta moraleja se aplica aún más con la verdaderamente inabarcable muestra sobre la utopía artística soviética del Guggenheim, con sus más de 700 obras reunidas, entre pinturas, esculturas, diseños arquitectónicos, industriales, fotografías, libros, etcétera, lo que no deja de parecerse al mapa diseñado a escala real por los cartógrafos del cuento de Borges, tan completo como inútil, pues los árboles no dejan ver ni el bosque ni los árboles mismos. Por cierto que el diseño del montaje, realizado por Zaha Hadid, en esta línea que creíamos ya desaparecida de interferir con la propia sombra en la obra que teóricamente se quiere Iluminar, es asimismo un ejemplo muy significativo de esta situación de confusión actual, que no podemos, desgraciadamente, limitar a Nueva York.

Con todo, no se trata de hacer una descalificación global de estas iniciativas, pues sería estúpido a estas alturas minusvalorar exposiciones de artistas y periodos como los que he citado, sino tan sólo se trata de una reflexión acerca del trasfondo que revelan sobre nuestra situación crítica y moral; en definitiva: sobre nuestro culpable desconcierto en relación al arte contemporáneo.

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