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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Asilo y represión

EL GOBIERNO pretende cortar por lo sano los abusos que se producen al amparo de la legislación sobre asilo y refugio, pero ello podría convertir la concesión de tal derecho poco menos que en papel mojado. Es lo que se deduce de los términos en que ha sido aprobada por el Consejo de Ministros de ayer la reforma de la ley reguladora del derecho de asilo y de la condición de refugiado de 26 de marzo de 1984, valorada muy favorablemente en su momento en los círculos internacionales.Pero la causa última de la reforma radica en la proximidad del año 1993, en el que tomará cuerpo el espacio común europeo con el derrumbe de las fronteras interiores de los países comunitarios por la entrada en vigor del Acta única. La unificación de la normativa de asilo y refugio en la Comunidad Europea, acordada por los ministros de Interior comunitarios en Dublín, en junio de 1990, es una pieza más de la barrera exterior con que la fortaleza europea pretende defenderse de la presión migratoria que le llega por los cuatro puntos cardinales. La reunión, ayer, en Madrid de los países firmantes del Acuerdo de Schengen (grupo de países comunitarios, entre ellos España, que desde hace algún tiempo vienen tomando medidas con vistas a la desaparición de los controles en sus fronteras internas) responde de alguna manera esta urgencia de calendario.

La libre circulación de personas en un espacio común obliga ciertamente a unificar las normas propias de los Estados integrantes de dicho espacio relativas a la emigración y al asilo y refugio. Pero ello no es contradictorio con que dicha unificación se haga de acuerdo con las más avanzadas de entre ellas y con las prácticas de acogida más generosas. El derecho de asilo tiene una larga tradición en Europa, y sería lamentable que su unidad política se cimentase sobre el rechazo de su historia. En España, además, el asilo está recogido en la Constitución como un derecho del que pueden gozar los ciudadanos de otros países que llamen a sus puertas por motivos de persecución política o ideológica.

Es cierto que la marea migratoria que desde hace algunos años se cierne sobre Europa, sobre todo la procedente de los países del Este y de África, ha encontrado en las leyes de refugio un hueco por donde colarse en la zona europea. Pero ello no es culpa de dichas leyes ni de los que se acogen a ellas, en su mayoría emigrantes económicos, sino de los procedimientos administrativos existentes para resolver las solicitudes. Su lentitud o su parálisis garantiza a los solicitantes su permanencia durante años en el país de acogida y les abre incluso la posibilidad de regular posteriormente su situación por razones humanitarias. Ello ha provocado que el número de solicitudes de asilo y refugio se haya disparado en la mayoría de los países europeos. En España, unas 10.000 en el presente año.

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La forma de hacer frente a la utilización fraudulenta de las leyes de asilo y refugio no está tanto en su modificación como en la de los mecanismos administrativos con que se aplican. Prueba de ello es la cicatería con que se concede el asilo y la condición de refugiado en España: 230 concesiones de asilo y dos de refugiado en 1991, y un total de 4.500 desde que entró en vigor la ley en 1984. Para evitar el fraude basta con rechazar en el tiempo más corto posible las solicitudes infundadas. No es necesario restringir un derecho que es expresión de solidaridad democrática con las víctimas de la represión.

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