Paseo por la sonrisa y la muerte
El humor negro aflora en algunas tumbas de los camposantos madrileños
"Ningún muerto vale más de dos reales". Esta inscripción lapidaria se encuentra en un nicho del cementerio Sur de Carabanchel. En el mismo mármol, alguien, al que no le ha hecho ninguna gracia esta reflexión, ha contestado en rojo: "Si este difunto no vale nada; los demás, mucho". El difunto, Nicasio, descansa ajeno a esta polémica económica desde febrero de 1990. Aunque humor y muerte no son precisamente términos que coincidan, no faltan en los cementerios madrileños inscripciones lapidarias capaces de arrancar una sonrisa.
El escritor madrileño Ramón Gómez de la Serna, después de visitar muchos cementerios, definió el epitafio como un género "tan español que podría decirse que todo el Don Juan está escrito en epitafios". Apenas un breve recorrido por cualquiera de los camposantos madrileños basta para comprobar que el creador de las greguerías no estaba en absoluto equivocado.La escasez de inscripciones que contengan humor intencionado encuentra su explicación en el yuyu que el hombre ha tenido siempre por la cierta, la traidora, la chata, la igualadora, el trance o el sueño eterno, como lo prueba la cantidad de expresiones que el pueblo ha creado para no nombrarla. Y también al respeto por el culto a los difuntos que imponen casi todas las culturas y religiones, que suelen considerar irreverentes, e incluso sacrílegas, determinadas inscripciones lapidarias.
De todos modos, aunque pocas, pruebas quedan en los cementerios de que hay, o al menos ha habido, personas que han querido desdramatizar lo que es, al fin y al cabo, inevitable y hacer un guiño al lector ocasional de su epitafio.
Este tipo de inscripciones suelen hacer referencia a algún rasgo muy característico de la personalidad del extinto, como es el caso de una bastante reciente que se encuentra en La Almudena y que reza así: "Era marchoso y murió con marcha". El marmolista que la grabó cuenta que fue encargada por una mujer de unos 50 años: "La señora nos explicó que estaba muy interesada en ponerle esa frase, porque efectivamente era muy marchoso y hasta le había guiñado un ojo antes de morir". El hombre al que se le dedicó tan alegre epitafio era Mariano Martínez López, fallecido en marzo del pasado año.
Otro caso muy conocido en círculos necrológicos se localiza en el cementerio de Fuencarral. En esta ocasión fue el propio interfecto, por supuesto en vida, el que encargó grabar lo siguiente: "Pobrecito el Talavera, qué borracho se acostó". Aquel degustador de vinos, Gabriel Flores, tenía 66 años cuando murió en 1986.
"Roquito el bien hecho"
Seguramente existirían más epitafios similares al anterior si no fuera porque muchas veces son los propios marmolistas o los responsables de los cementerios quienes se niegan a admitirlos. Luis Carandell, en su libro Tus amigos no te olvidan, cuenta que los familiares de un difunto pretendían poner en la lápida la siguiente inscripción: "Sus hijos Francisco, Carlos Ramón y Soledad le dedican este recuerdo (menos Eusebio, que no dio nada)". El marmolista se negó.También en el cementerio Sur puede leerse una frase que muy bien podría ser el título de una película y que sin duda conmueve: "Roquito el bien hecho".
Hay otro tipo de inscripciones cuya primera intención no parece probable que fuera cómica, pero su ingenuidad o su exceso de solemnidad las ha desvirtuado finalmente. Dos claros ejemplos son: "De Josefa yo nací. Desde pequeño yo luché, muchas cárceles yo vi. Toda mi vida luchando para ahora verme aquí", que se encuentra en el cementerio Civil; y el epitafio de la primera torera, cuyo panteón con escultura está en La Almudena: "A pesar del daño que me hicieron en mi patria los responsables de la mediocridad del toreo en los años 1940-1950, ¡brindo por España!". Juanita Cruz era esa mujer, muerta el 18 de mayo de 1981.
Las hay que despiertan, sin querer, la sonrisa involuntaria, como la de este recién nacido, fallecido a principios de siglo: "A los nueve días, cansado de vivir, ha subido al cielo mi pobre Pepitín". O esta otra que encontró Carandell en un cementerio de Badajoz: "¡Marianita!, nos dejaste a los cinco meses. ¡Qué pronto empezaste a darnos disgustos!".
Las necrópolis de Madrid guardan asimismo epitafios que, sin ser propiamente humorísticos, llaman la atención del paseante de los cementerios. En las sacramentales de San Isidro, San Justo y Santa María, frente al Manzanares, se encuentran las inscripciones más antiguas de Madrid. Son tumbas en donde abundan los versos, los lamentos sentimentales y los vocativos que reclaman al ser perdido: "¡Micaela!" o "¡Chelo, cariño!". La muerte se reviste aquí de la retórica de fin de siglo, con abundantes recursos de encarecer al difunto: "Carísima esposa", "Idolatrada hija", etcétera. O presentan una estilizada descripción del fallecido, como una en donde se lee: "Joven de singular disposición". En la Sacramental de Santa María, una lápida dice: "En espera de su hija", que desde una consideración puramente terrenal puede resultar cuando menos inquietante.
Si se hiciera una clasificación de epitafios, no faltarían los que podrían denominarse tumbas currículo, en las que se enumeran todos los títulos académicos del difunto, al estilo de: "Ilustrísimo señor don Andrés Bucert Cantonegro, catedrático de Mineralogía por la Universidad Central de Madrid, licenciado en Filosofía y miembro de la Academia de Ciencias, quien ostenta la Gran Cruz del Mérito".
"Aquí yaces bien"
Otras veces es algún allegado quien tiene la idea de aprovechar la ocasión para decir la última palabra. Así sucedía con una inscripción que estuvo durante 10 años en la Almudena, pero que fue levantada por no ser sepultura perpetua. En concreto, se la dedicó un marido a su difunta esposa y decía: "Isabelita, aquí yaces y yaces bien. Tu descansas, y yo también".
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