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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Madrid, Madrid

CON Su designación como capital europea de la cultura, Madrid consiguió apuntarse cómo tercer vértice del triángulo mágico del 92. Ahora, clausurados los Juegos de Barcelona y apagadas las luces de la Expo sevillana, a Madrid ya ni se le cita. Es cierto que no son comparables los 7.000 millones de pesetas invertidos en Madrid con los cientos de miles de millones gastados en las otras dos ciudades. Pero es que la capital no sólo no ha brillado con luz propia, sino que ni siquiera ha sido capaz de beneficiarse del resplandor de las otras, y el contraste con ellas ha hecho que el deterioro de Madrid se manifieste como nunca. Para eso ha servido la capitalidad cultural.Y ello porque las causas que han determinado ese fracaso cultural son las mismas que vienen determinando la degradación de la vida ciudadana de Madrid: la ausencia de un proyecto de gestión y de desarrollo de Madrid como capital del Estado y como urbe de más de tres millones de habitantes. No puede dejar de llamar la atención el contraste entre el sentido integrador de esfuerzos y perspectivas con que han sido abordados los planes inversores en las otras dos ciudades del 92 y la desconexión y el particularismo administrativos perceptibles en los de Madrid.

Si la capital quiere sobrevivir en el futuro como una urbe a imagen de quienes la habitan y no como un conglomerado hosco y amenazante frente a ellos, debe resolver cuanto antes las contradicciones en que se desenvuelve su existencia: como capital estatal y rompeolas de todos los conflictos, como sede de una autonomía que no acaba de prender en los madrileños y como municipio cada vez más desnaturalizado. No puede ser que la capitalidad estatal sea, ante todo, una carga para los habitantes de Madrid, ni que su condición de sede autonómica sea más nominal que real y que su configuración como municipio quede engullida en un confuso entramado de competencias e intereses.

La Administración central no puede ser un convecino privilegiado de Madrid -en edificios y espacios públicos, en aparcamientos reservados, en uso preferente de la vía pública- y al mismo tiempo mostrarse cicatero en la potenciación de los consorcios que prestan los servicios básicos a sus habitantes: en el transporte, en la cultura, en la integración urbana, en la vivienda.

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Pero, de otro lado, la existencia de una política municipal regresiva en servicios esenciales y en prestaciones sociales a los madrileños no puede justificarse en un victimismo demagógico frente al Gobierno. El actual equipo municipal debería tener el coraje de decir la verdad: que esta política es el lado oscuro de la privatización a ultranza de muchos servicios municipales, cuyo resultado más visible es, por ahora, el encarecimiento de su prestación sin ninguna mejora. Mientras los servicios funerarios, las instalaciones deportivas, los colegios públicos y los centros culturales se privatizan o incluso desaparecen, la presión fiscal municipal aumenta. Mientras se recortan las inversiones municipales en el Consorcio de Transportes Públicos, se impulsa la construcción de túneles por promotores privados -que obtienen a cambio rápidos beneficios con la explotación de aparcamientos subterráneos junto a ellos-, potenciando así el uso del coche privado y de paso el caos y el colapso circulatorio de la ciudad. De este modo, en vez de adaptarse la ciudad al ciudadano, es éste el que se ve abocado a sobrevivir en un medio urbano cada vez más inhabitable, en el que la congestión circulatoria, la suciedad y el ruido comienzan a ser sus rasgos más definitorios.

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