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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Allanar el camino

A MENOS de una semana de la cumbre de Birmingham, que debería allanar el camino para que la de Edimburgo, a final de año, suponga un avance sólido en el proceso de ratificación del Tratado de la Unión Europea, acordado hace 10 meses en Maastricht, se han producido una serie de novedades muy significativas de la construcción comunitaria.El líder del Partido Conservador británico, John Major, se ha alzado con una victoria europeísta en su congreso anual frente al ala euroescéptica de su partido, patrocinada por Margaret Thatcher; el Gobierno británico ha anunciado su intención de reintegrarse en el Sistema Monetario Europeo (SME); el presidente de la Comisión, Jacques Delors, ha contraatacado en defensa de la propuesta presupuestaria conocida como paquete Delors II para el horizonte 1992-1997, y específicamente de los fondos de cohesión para los países de la Europa mediterránea, que muchos daban por fallecidos; y el Gobierno español., con el estrecho apoyo de los países más comprometidos con la idea de la integración, ha logrado desbaratar una propuesta de la presidencia británica sobre la subsidiariedad -reparto competencial por el que la CE sólo asumirá las funciones legislativas en las que sea más eficaz que las administraciones nacionales-, que significaba una paralización de la Comisión.

Al día siguiente del referéndum francés, los profetas de la parálisis auguraban que debía renegociarse el tratado. La silenciosa reunión Kohl-Mitterrand vino inmediatamente a desmentirles y puso en marcha mil hipótesis sobre velocidades y geometrías variables futuras. Resucitado el tratado, se inició el debate de la subsidiariedad: parecía asegurado el consenso para aniquilar lo poco que de supranacional queda en el ya descafeinado tratado, las funciones de la Comisión. La propuesta británica de lectura del principio de subsidiariedad así lo auguraba. Rápidamente hizo agua.

Los aspavientos de los euroescépticos, encabezados por Margaret Thatcher, hacían temer por la solidez de los compromisos que Major firmó en las cumbres de Maastricht y de Lisboa: la cacerolada aislacionista, incomprensiblemente jaleada en España por un PP que acababa de apoyar el empecinado europeísmo del Gobierno en el Parlamento y por ciertos pescadores en río revuelto, quedó en ruido y humo.

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Algo tendrá el proyecto de unión europea para que en tiempos de tanta turbación económica y monetaria, de renacimientos nacionalistas y de ausencia de grandes líderes siga coleando. Tiene, simplemente, una dinámica propia dificil de quebrar: el peso del consenso, aunque sea de mínimos, y la lógica jurídico-económica que supone la culminación monetaria del mercado único y de ambos con el inicio de una mayor integración política. Al fin y al cabo, la Europa comunitaria es la primera velocidad europea: una velocidad equivalente a la del sonido si se compara con lo que sucede y puede suceder aún en el sur de la antigua Unión Soviética, en el corazón de la ex Yugoslavia y en la Checoslovaquia en descomposición.

Se discute ahora sobre las distintas velocidades dentro de la Comunidad. No es preciso ser muy ducho en leyes para entender que el Tratado de la Unión propugna una Europa económicamente homogénea y recomienda unos plazos para que, con la velocidad que precise cada uno, todos se apunten a ese escenario. Recomienda, es decir, no impone, tanto porque incluye cláusulas de salvaguarda -el opting out de los británicos- como porque la historia de la construcción comunitaria está plagada de medidas de excepción y reenganche.

Quedar fuera de la primera Europa equivale a quedar fuera de la capacidad de competir y del juego supranacional. Por lo demás, lo que debe hacer España en el terreno económico no sería muy diferente si no existieran las recomendaciones del proyecto de la unión económica y monetaria: debería desplegar también una política de convergencia; debería bajar su inflación para acercar los precios de sus productos a los muy inferiores que practican los países más avanzados, so pena de perder la capacidad de competir en el mercado internacional; debería controlar y achicar su déficit público de manera que no se corriese el peligro, bien actual, de expulsión del sector privado por el sector público a causa de las ingentes necesidades de financiación que viene generando.

¿Acaso una segunda Europa tiene algo que ver con el entorno de los países cuya compañía y emulación más nos interesan? ¿El desenganche de la lira y la libra del SME coloca en mejor lugar a esas divisas que a la peseta? ¿Aumentaría la credibilidad internacional de España la opción de romper los compromisos ya contraídos? Aunque siempre es posible el desastre, la seriedad de la opción europeísta española es un activo económico y político con el que no se debe jugar.

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