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El ejemplo brasileño

Jorge G. Castañeda

El escándalo de corrupción y mal uso de fondos públicos que ha envuelto al presidente brasileño Fernando Collor de Mello, y que amenaza con derrocarlo, puede ser visto como un ejemplo más de la infinita incapacidad del gigante suramericano para gobernarse con propiedad. Como se ha dicho hasta la saciedad en el pasado: el Brasil es el país del futuro y lo será siempre. En esta óptica, la malversación de los recursos del erario por parte del joven y guapo mandatario representaría sólo un trauma adicional, contrastando con los éxitos latinoamericanos del momento como México, Chile y Argentina. A diferencia de estas afortunadas naciones, los brasileños se habrían visto humillados por la caída inesperada de un presidente frívolo, provocada por el bloqueo proverbial de un sistema político paralizado, todo ello agravado por la renuncia a llevar a cabo una reforma económica como Dios manda.Pero la grave crisis brasileña también puede ser enfocada de una manera distinta: como una verdadera divisoria de aguas en la política latinoamericana, cuando por primera vez en la historia la corrupción -un vicio ancestral que remonta al encuentro tan festejado este año-, en lugar de ser premiada será finalmente castigada. Asimismo, puede convertirse en un anuncio de la evolución por venir, en la medida en que el escándalo brasileño se vuelve un precedente y un ejemplo a seguir, dejando de ser un fracaso del cual avergonzarse.

El Collorgate, como se le ha llamado al vertiginoso desplome del inquilino actual del palacio del Planalto, no es, por supuesto, el primer caso de corrupción en las elevadas esferas del poder en Brasil, ni en América Latina en su conjunto. Pero es probable que constituya la. primera ocasión en que un presidente en funciones se ve públicamente acusado e investigado en forma oficial -para luego ser condenado- por haberse enriquecido indebidamente junto con su familia. Abundan los ejemplos en el pasado de casos de corrupción descubiertos y a veces castigados por golpes militares o por revoluciones triunfantes. Pero nunca hasta ahora las mismas instituciones que llevaron a un mandatario al poder se habían revertido en su contra para juzgarlo por sus actos, y a la postre, sacarlo de la presidencia.

Los brasileños utilizan el término inglés de impeachment para describir el proceso de juicio, sentencia y desenlace ya echado a andar en su país. El probable impeachment de Fernando Collor no es, ni mucho menos, un síntoma de debilidad en la política brasileña, ni tampoco un efecto de la tan llevada y traída parálisis del sistema político. Al contrario: es una prenda de la fuerza y viabilidad de ambos, y la consecuencia lógica de dos tendencias políticas subyacentes, contradictorias y a la vez decisivas. La primera es bien conocida: se trata del proceso de democratización de la política brasileña, que se produjo durante el decenio transcurrido. El vigor de la sociedad civil -la fuerza de la Iglesia y de los partidos políticos, de la prensa y de los sindicatos, de las mujeres y de los estudiantes, de los ecologistas y del Congreso- han hecho del Brasil un caso aparte en América Latina.

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La famosa explosión de la sociedad civil que por fin acabó con la era de las dictaduras militares enfrentó ciertamente serios obstáculos, pero dejó un sedimento fundante en la sociedad brasileña. De él emanan las manifestaciones y las tomas de posición que hoy amenazan con derrocar al primer presidente brasileño electo por el sufragio universal desde Janio Quadros (en 1959).

La segunda tendencia que ha provocado la caída en desgracia de Fernando Collor consiste justamente en el advenimiento de políticos como él: mandatarios jóvenes o que lo aparentan, tecnócratas o que quisieran serlo. Son sin duda alguna ambiciosos e inteligentes, pero carecen de la menor sensibilidad ante las demandas más abstractas de rendición de cuentas, de respeto por el Estado de derecho y frente a la inmensa pobre za que rodea sus mansiones presidenciales o sus casas de campo. La conjunción de ambas tendencias -la democratiza ción y la llegada de los yuppies al poder- se está convirtiendo en un hito central de cara a la tradición del país y tal vez de la región. Por primera vez, la corrupción le puede costar su empleo a un presidente, en lugar de simplemente dañar su reputación o condenarlo a un exilio dorado. Pero si el escándalo Collor es una muestra de fuerza y no de debilidad, por ahora es sólo una excepción. La pregunta de fondo que debe ser planteada hoy en las llamadas nuevas democracias de América Latina tiene que ver con las posibilidades que tendrían otros mandatarios de la región de salir airosos de una investigación como la que el Congreso brasileño realizó de las finanzas de la familia Collor. Cheque por cheque, gasto por gasto, derroche por derroche, ¿resistirían Carlos Menem, su hermano y la familia política del presidente una investigación de esta índole al escándalo del Yomagate, en lugar de sólo verse acribillados por artículos en la prensa y rumores diversos? En México, ¿podría Raúl Salinas, el hermano del presidente, sobrevivir a una revisión minuciosa de sus finanzas personales, en lugar de simplemente ser objeto de chismes y de acusaciones no probadas por parte de columnistas en ocasiones sensacionalistas? ¿Qué suerte correrían Carlos Andrés Pérez y el condominio AD-Cope si se llevara a cabo una pesquisa como la de Brasilia de las finanzas de los principales políticos venezolanos?

La corrupción ha sido un baluarte de la política latinoamericana desde tiempos inmemoriales. Ha cambiado de forma y de tono, no de fondo. Concluyó quizás la época del enriquecimiento mediante las compras gubernamentales y el tráfico de influencia: los Estados latinoamericanos son demasiado chicos para que el erario solo financie la creación de inmensas fortunas. Las nuevas mafias y trampas son otras: la venta de empresas públicas a amigos privados, el intercambio de información privilegiada en las bolsas de valores, la especulación bursátil y de divisas. Lo nuevo también, sin embargo, por lo menos en Brasil, es la renuncia de la sociedad a aceptar resignadamente este tipo de comportamiento. La modernidad latinoamericana incluye asimismo, aunque sea a contrapelo de los yuppies que nos gobiernan, un rechazo a la impunidad y la desvergüenza. Ya era tiempo.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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