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Maastricht y la sopa de ajo

Xavier Vidal-Folch

A río revuelto, ganancia de demagogos. La ciudadanía francesa ha ratificado el Tratado de la Unión Europea acordado en Maastricht el pasado diciembre -aunque por un estrecho margen- y, sin embargo, algunos se expresan como si hubiera sucedido exactamente lo contrario. Trocándose de vencidos en vencedores, su conclusión es tajante: hay que renegociar y revisar el tratado, ¡aun sin esperar a laratificación de los otros Estados miembros!, ¡aun olvidando que el propio texto de Maastricht, sabedor de sus insuficiencias, plantea su propia revisión para 1996! Una cosa es la necesidad de tener en cuenta el alcance del rechazo registrado en Francia (en buena parte por motivos internos totalmente al margen de la cuestión europea), que exigirá una atenta dinámica en el despliegue de lo acordado -plazos, prioridades- y una mayor pedagogía de los Gobiernos. Y otra muy distinta, dar por muerto lo que acaba de resucitar.

Lo más grave de esta proposición es que nadie señala exacÍamente en qué puntos debería llevarse a término, y si esa reforma -la reforma de una reforma aún no implantada contaría con el consenso mínimo básico para, proseguir la construcción europea. Ese tipo de propuestas etéreas comportan una apariencia de higiene democrática: escuchar a la minoría, particularmente si la minoría es tan amplia. Y sobre todo sirven a quienes las sugieren como plumero passepartout para borrar la ausencia de ideas, el fracaso de las propias posiciones o algún objetivo menos confesable (como el de negar lo mayoritariamente refrendado). Además, su carácter inconcreto permite revestir de tolerante nobleza algunos atavismos antieuropeos.

Este género de manipulaciones, aunque escandaloso, no debe extrañarnos. Se ha prodigado en las últimas semanas en el debate francés y se ha importado en el subdebate español, especialmente con tres proposiciones falaces: el tratado es rechazable porque es árido y dificil, consagra la despótica tecnocracia de Bruselas y conduce a una implacable y oligárquica Europa de los mercaderes.

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El tratado es, efectivamente,árido, complicado y técnicamente imperfecto. Pues no podía ser de otra manera. Quienes resaltan su aridez descubren la sopa de ajo. ¿Desde cuándo un texto jurídico -porque de eso se trata, no de otra cosa- contiene la pasión y la belleza de una novela de Stendhal?. Desconfiemos de los arnigos de la excesiva simplicidad normativa, porque a cuestiones dificiles corresponden soluciones complejas: los problemas (le la unidad monetaria de 12 países no pueden resolverse mediante un sencillo decreto. Cualquier gran contrato de cualquier gran empresa entraña hoy dificultades importantes de redacción e interpretación, como sobradamente muestra la saturación de los juzgados y el creciente recurso a los tribunales de arbitraje. Lo mismo sucede en el ámbitó político. Tanto las Constituciones amplias como las sucintas se despliegan en la polémica, en su confrontación ante los problemas cotidianos, y requieren intérpretes, tribunales constitucionales. La democracia es un sistema de principios políticos claros y desarrollo jurídico complejo. Naturalmente que el tratado es imperfecto. Lo es la Constitución española, que tuvo un solo redactor, y no 12. Su valor no radica solamente en lo que contiene, sino en su carácter de mínimo común denominador de la sociedad que quintaesencia. Lo ha recordado recientemente Jacques Julliard, citando a André Gide, en un brillante panfleto publicado en Le Nouvel Observateur: "Ninguna obra maestra ha sido jamás fruto de la colaboración", en este caso de 12 países. Y si es cierto que algún tipo de ayuda mutua existe siempre -entre el pintor y su modelo, el escultor y el picapedrero-, sirve la idea para confirmar que lo decisivo en un tratado no es su belleza, sino su utilidad.

Otra frase estelar impregnada de demagogia consiste en que el tratado consagra el peligro de despotismo de "la burocracia de Bruselas". Nada mejor que unos funcionarios -inconcretos- y una -ciudad -muy concreta- para encontrar un chivo expiatorio a todos los males del continente. Esta proposición funciona en la medida en que se combina con la queja -real- sobre el déficit democrático de la Comunidad. El conservadurismo británico fue el pionero en realizar esta apropiación argumental indebida. Apropiación, porque quienes acufiaron el término de déficit democrático para atacar el desequilibrio institucional europeo fueron los círculos más europeístas y progresistas -un Altiero Spinelli-, y lo utilizaron precisamente como base de nuevas propuestas expansivas de la construcción europea: lo que al final quedó en Acta única y en material de trabajo parael propjo Tratado de Maastricht. Este representa avances, si se quiere muy modestos, en ese ámbito (codecisión, ciudadanía europea, responsabilidad de la Comisión ... ), pero resulta muy diferente enarbolar las limitaciones para predicar la profundización de la CE que esgrimirlas para provocar su dilución. Los más feroces enemigos de dotar de mayores poderes al

Parlamento Europeo han sido estos días algunos nacionalistas franceses antiburócratas que han puesto el grito en el cielo por la pérdida de soberanía que

supone el tratado. La apropiación es, además, indebida. ¿Qué es lo que se achaca y a quién? ¿En qué consiste la burocracia de Bruselas? La inconcreción en este asunto suele combinar la ignorancia con la malevolencia. Ignorancia, porque, si ésta es el aparato administrativo de la Comunidad, deben recordarse dos evidencias. Primera, que la burocracia comunitaria no es otra cosa, en buena medida, que los aparatos administrativos de los 12 Estados miembros: los jueces nacionales que desarrollan el derecho comunitario, los ministerios que aplican las directivas. Segunda, que la élite del Berlaymont -hoy desperdigado por la capital belga- es, pese a sus innumerables defectos, uno de los funcionariados comparativamente más cualificados de los existentes en el mundo, y seguramente más productivos en términos de número de empleados / recursos administrados. Estas dos evidencias se resumen en una: el esquema administrativo de la Comunidad Europea resulta bastante eficaz.

Pero seguramente lo que se quiere debelar son los poderes y las ambiciones de la Comisión, para lo que hábilmente se argumenta el escaso control parlamentario al que está sometida; en suma, su mediata legitimación democrática. Que estas críticas sean certeras no empece olvidar el cinismo político de algunos de quienes las formulan, adversarios de ampliar los poderes parlamentarios de Estrasburgo. Y el cinismo alcanza cotas síderales cuando sus protagonistas son miembros del Consejo de Ministros -los Gobiernos-, un organismo cuya legitimidad democrática viene marcada por tantas lagunas, al menos, como las de la Comisión, y cuya vocación de integración está mucho más desleída. Un ejemplo: ¡algunos machacan a la Comisión por suprimir el billete interraíl para los jóvenes, cuando esta decisión la están tomando las Renfes de turno!

La falacia que cierra la cúpula del argumentario demagógico se ha vuelto a oír estos días en Francia, a ultraderecha y ultraizquierda, sosteniendo que

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Maastricht consagraba, oligárquicamente, la Europa de los mercaderes. ¡Genial descubrimiento! ¿Acaso alguien esperaba que consagrase la Europa de los funcionarios del KGB? Esta marca de descrédito persigue a la Comunidad desde el Tratado de Roma, no importa que el nuevo tratado contenga, aunque tímidamente, avances sociales. Fabricada por los impertérritos ignorantes de que la construcción de una unión política sólida se ha realizado siempre sobre una unión económica -un mercado-, supone la guinda dialéctica para consumo de clases populares. Y nuevamente ha calado en Francia, especialmente entre sectores trabajadores, pese a las posiciones sindicales europeístas. Con mayor lógica ha penetrado en la Francia agrícola: ciertamente se afianza la Europa de los mercaderes -aunque no sólo de ellos-, algo mucho mejor que la Europa de los rurales, que se llevaba la parte del león del presupuesto por un esquema abusivamente subvencionador de la política agrícola común. El paso de la fisiocracia al industrialismo no fue un retroceso para la humanidad.

Las próximas horas registrarán una mayor densidad de las cortinas de humo lanzadas por los europeístas del si, pero... Con suerte, veremos a quienes desde el unitarismo estatal a ultranza niegan la propia descentralización autonómica y metropolitana -el no a la devolution del Parlamento escocés, la supresión del Greater London Council-, reivindicar la descentralización comunitaria, clamando por un principio de subsidiariedad que ellos no practican. Con menos suerte, se multiplicarán las voces a favor de una renegociación de Maastricht. Quienes la plantean deben concretar y detallar sus propuestas, y sobre todo su viabilidad en términos de consenso. Si lo que pretenden es incrementar, desde ya, los poderes democráticos del Parlamento, sancionar el papel impulsor de la Comisión y su responsabilidad, especificar los mecanismos de cohesión, avanzar más en la ciudadanía europea y en la política exterior de los Doce, objetivos todos ellos espléndidos, deben garantizar que euroescépticos y rezagados se apuntarán al baile. Si pretenden otra cosa, será en todo caso menos europea. Que se sepa, al menos.

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