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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contra la tortura

CUANDO SE observa el empeño sistemático del Gobierno en indultar a agentes policiales condenados por torturas, o de reciclarlos en otras funciones oficiales, burlando las penas de suspensión o inhabilitación que conllevan sus condenas, es difícil no ver en ello una actitud benevolente ante conductas que son la negación misma de las funciones encomendadas a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado en una sociedad democrática. Hasta el punto de enmendar la plana a los tribunales de justicia, si fuera necesario.El último ejemplo de esta actitud -en definitiva, un favorecimiento que vulnera, entre otros principios, el de igualdad ante la ley- es el protagonizado por dos de los guardias civiles condenados en firme por torturar a Juana Goikoetxea en 1984. No solamente tales agentes han sido rescatados para otras funciones en el seno del Ministerio del Interior, a pesar de la inhabilitación decretada por el tribunal, sino que es posible que el Gobierno les indulte sin pasar un solo día en prisión. El tribunal sentenciador -la Audiencia de San Sebastián- se ha opuesto a la concesión del indulto, pero el ministerio fiscal, más sensible a veces a los deseos del Gobierno que a las estrictas exigencias de la legalidad, se ha mostrado favorable a dicha medida de gracia.

La consolidación del sistema democrático en España ha propiciado en estos años un avance considerable en el respeto de los derechos y garantías del detenido. Pero el trato de favor que se detecta en la Administración hacia los funcionarios condenados por torturas -prácticamente ninguno llega a ingresar en prisión, muy pocos cumplen las penas de inhabilitación y, si es necesario, son indultados- es un síntoma preocupante de desarme social e institucional frente a la tortura. Un síntoma que de alguna manera también es detectado por los informes anuales de instituciones como la del Defensor del Pueblo.

Pero esta protección también revela un uso improcedente del derecho de gracia -el indulto-, amén de la existencia de toda una retahíla de subterfugios para burlar la ley por parte de quien más debería respetarla: la Administración. El indulto se desnaturaliza cuando se utiliza como medio de anular la sanción penal impuesta por los tribunales, salvo que en ese momento la ley vigente esté desfasada respecto de los valores comúnmente aceptados por la sociedad (es, ahora, el caso del aborto). ¿Pero se atrevería alguien a afirmar que la tortura es una práctica socialmente admitida? La concesión del indulto a funcionarios convictos por sentencia firme de torturas supone de hecho admitir que no la merecen. Sobre todo cuando se produce inmediatamente después de pronunciada la sentencia condenatoria, sin esperar siquiera a que se cumplan los requisitos que suelen exigirse en estos casos: la ejecución de una parte de la condena.

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Ningún argumento avala este proceder. Ni siquiera el uso, torticero que el terrorismo hace de las denuncias por torturas contra los agentes que tienen encomendada la arriesgada tarea de combatirlo. Existen medios legales para desactivar estas denuncias infundadas y castigar a quienes las formulan. Es en este terreno donde el ministerio fiscal debería mostrarse mas activo, personándose inmediatamente en los procedimientos abiertos y actuando contra sus instigadores desde el momento en que se haga patente la falsedad de su acusación. No en apoyar concesiones de indulto que suponen de hecho burlar la ley y desconocer las decisiones de los tribunales de justicia sobre la práctica tan denigrante para una sociedad democrática como es la tortura.

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