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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La campaña

FALTAN SEIS semanas para que se celebre en Estados Unidos la elección presidencial y las espadas siguen exactamente en el mismo lugar que antes del verano. La diferencia porcentual entre los candidatos (entre 12 y 15 puntos de ventaja para el demócrata Bill Clinton) y los temas de que se ocupan son similares. Si acaso, la aproximación a la fecha electoral se manifiesta en una creciente preocupación, por parte de los respectivos equipos, por limar diferencias ideológicas, más o menos ligadas a las tradiciones de demócratas y republicanos, para aproximarse ambos al centro del espectro político: a ese punto en que converge el grueso del electorado y del que dependen los resultados del primer martes de noviembre. Es en este aspecto de la campaña en el que se nota más directamente la presencia de James Baker, el antiguo secretario de Estado convertido en maquinista principal del convoy electoral republicano. La proyección de George Bush es ahora más firme, más directa. Busca menos argumentos nuevos, menos propuestas revolucionarias, y se apoya más en la repetición machacona del mensaje: ¿de quién puede usted fiarse a la hora de la verdad? La virtud de Baker como director de campaña no ha sido tanto poner orden en el equipo como imprimir seguridad en sus manifestaciones, por poco originales que sean, y suprimir otras por inútiles. Como la cuestión de los valores familiares (la defensa de la familia, la oposición al aborto, la moralidad en el matrimonio), que, a la hora de la verdad -según demuestran tanto los sondeos como la experiencia de anteriores comicios-, tienen poco impacto en el resultado final.Por su parte, Bill Clinton ha empezado a dejar de ser el joven candidato agresivo del primer momento. Ha moderado su lenguaje, y después de establecer dura y claramente su posición en los temas principales de la campaña, se dedica ahora a presentar una imagen más moderada. El mensaje es claro: sigue siendo el candidato liberal (y no cometerá los errores de Dukakis en la elección anterior, cuando Bush le acusaba de liberal y él casi se excusaba de ello), el hombre que salvará al Tribunal Supremo, el presidente que introducirá cierta disciplina en la economía, que obligará a los ricos a pagar más impuestos y que no dejará a los pobres al arbitrio, de las leyes del mercado. Pero lo hará sin acritud ni violencia.

En estas condiciones, Bush no se acaba de poner de acuerdo con Clinton sobre cómo van a enfrentarse en los tres debates públicos previstos para las próximas semanas. Se diría que el presidente rehúye el cuerpo a cuerpo. No sorprende: su armazón parece más frágil que el de su oponente. Los dos temas que resultan más personalmente dañinos para las aspiraciones de los candidatos son, en el caso de Bush, el escándalo del Irán-Contra, y en el de Clinton, el método que utilizó para no hacer el servicio militar e ir a Vietnam. El presidente lleva la peor parte.

En el asunto de la venta de armas a Irán -un error político de bulto- y la subsiguiente transferencia de los fondos resultantes a la guerrilla nicaragüense -lo que estaba prohibido por el Congreso-, Bush siempre ha asegurado que fue excluido por el entonces presidente Reagan y sus asesores de cualquier intervención. Lo malo para él es que empieza a estar claro que es imposible que no estuviera enterado; es más, parece que intervino en al menos dos ocasiones. Y por lo que hace al servicio militar de Clinton, el almirante Crowe, ex jefe del Estado Mayor, acaba de asegurar que nunca se resintió la política de su departamento, por negociarla con cargos de la Administración de Bush que no habían servido en el Ejército.

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Y así, las dos bazas más importantes de que dispone el presidente Bush en este momento son, por una parte, la repentina buena salud de un dólar estimulado por la catástrofe monetaria de Europa durante la semana pasada; por otra, los rumores de que Ross Perot, el hipotético candidato ultraconservador, podría estar considerando volver a la carrera electoral. Es evidente que tal decisión favorecería a los republicanos porque detrae de la parroquia demócrata de Clinton el voto republicano descontento.

Las espadas siguen en alto, en efecto, pero se diría que la de Clinton es algo más larga que la de Bush.

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