Al que asó la manteca
EL FISCAL general del Estado, Eligio Hernández, ha mostrado su extrañeza por algunos comentarios suscitados por su intervención en el acto de apertura del año judicial. Esos comentarios se referían a sus palabras sobre la obligación del ministerio fiscal de velar por la defensa de la dignidad de "quienes se dedican al noble ejercicio de la política". Tal defensa exigiría la más enérgica acción penal contra los políticos corruptos, pero también que el ministerio fiscal "se oponga a la acción penal infundada" contra los políticos. Según Hernández, interpretar esas palabras como un intento de "amparar a los políticos" revela ausencia de altura de miras" e implica tergiversar el "contenido regeneracionista" de su discurso.El actual fiscal general es la persona menos indicada para escandalizarse de la interpretación dada a sus palabras. Fue nombrado para el cargo tras la dimisión de Leopoldo Torres, forzada por un enfrentamiento con el Gobierno en torno a un informe, muy crítico con el Ministerio de Justicia, avalado personalmente por él. El nombramiento de Hernández fue polémico, además de por esa circunstancia, porque sus siete años como delegado del Gobierno en Canarias fueron computados como de ejercicio efectivo de su profesión de magistrado a efectos de cumplir con el requisito legal que exige un mínimo de 15 años de experiencia en la carrera. Esa discutible decisión ya ha bía dado lugar a agrias polémicas en 1990, con ocasión de su nombramiento como vocal del Consejo General del Poder Judicial. Así pues, si de escándalo se trata, fue más bien el Gobierno quien apostó por él al reincidir en algo que no podía dejar de ser percibido como una provocación.
Ello no significa que el problema señalado por Hernández sea inexistente. La difamación directa o indirecta de los políticos ha entrado a formar parte de un escenario informativo muy influido por la demagogia: estilo consistente en halagar los instintos de la masa, según el diccionario. Pero no es con falsos paralelismos, como el establecido por Hernández, como se combatirá esa influencia. Su mensaje es que "ni lo uno ni lo otro": ni corrupción ni denuncias infundadas. Pero no son males equivalentes: no es lo mismo la corrupción que eventuales exageraciones en su denuncia. Lo que desprestigia, y da credibilidad a acusaciones en sí mismas increíbles, son los escándalos comprobables y comprobados: lo que revelan las facturas de Filesa o las grabaciones del caso Naseiro, y no que alguien aproveche el clima creado por esos y otros casos para plantear acusaciones temerarias.
No sólo eso: si algunos demagogos conservan cancha en la opinión pública española, pese a su escaso tino para inventar escándalos, es porque su crítica genérica a lo que llaman "clase política" se apoya en un argumento difícilmente rebatible: el de que casi siempre que se plantea un conflicto potencial entre los intereses del sistema democrático y los de cada partido en particular, los políticos eligen lo segundo. Pocas dudas había de que en las condiciones en que se produjo, y al margen de la persona concreta, el nombramiento de Eligio Hernández iba a ser interpretado como un gesto de afirmación de la autoridad del Ejecutivo frente a la pretensión de independencia que había costado el puesto a su antecesor. Algo, por tanto, que no podía dejar de perjudicar el crédito de la institución que iba a encamar. A la vista de sus efectos, en absoluto imprevisibles, sólo cabe preguntar a quién pudo ocurrírsele semejante desatino.
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