Imperios: punto de inflexión
La trascendencia de los grandes acontecimientos históricos suele ser imperceptible en la medida en que sus repercusiones posteriores son todavía una incógnita. Así sucedió con el octubre rojo de 1917: nadie podía sospechar entonces no ya que los sistemas políticos totalitarios de corte comunista se iban a extender a una buena parte del planeta, sino que aquí y allá, a modo de reacción, iban a propiciar la aparición de sistemas totalitarios de corte fascista. Algo parecido está ocurriendo en la actualidad con la demolición de los sistemas comunistas: se sabe que desde 1989 el comunismo está oficialmente en quiebra, que el penúltimo imperio existente ha desaparecido pero el verdadero alcance de lo acontecido aún está por ver. Y quienes parecen más incapaces de una visión de conjunto son los pueblos más directamente implicados, cada uno por su lado en busca de su particular abrigo, como cuando caen las primeras gotas. Y es que sólo a posteriori es fácil datar un acontecimiento determinado. Así, el fin del imperio por excelencia, el romano, en el año 476 de nuestra era, tanto por la destitución del último emperador, más o menos romano, como por ser el punto de partida de los siglos oscuros que siguieron a esa caída.Contrariamente a lo que se afirma con frecuencia, la Revolución Rusa no ha dejado en la práctica secuelas positivas de ningún género; las llamadas conquistas sociales se lograron sobre todo en el mundo anglosajón, no en la Unión Soviética. De acuerdo, pero ahí queda eso, me comentó un viejo militante comunista refiriéndose a los famosos diez días que conmovieron al mundo; y así es, ahí queda en efecto: una película. Similares aspectos positivos suelen destacarse de la Revolución Francesa, como si con décadas de antelación el pensamiento ilustrado no hubiera ya, sentado las bases, frente al viejo orden, de la toma del poder por el Estado llano. La Revolución Francesa en sí, fuera de semejante contexto, sólo condujo al Terror y al imperialismo bonapartista. Siglo y cuarto más tarde, la Revolución Rusa emprendería exactamente el mismo rumbo. No deja de resultar paradójico que ambas revoluciones significaran, tanto para Francia como para Rusia, la culminación de sus respectivos proyectos imperialistas: ni el rey Sol ni zar alguno hubieran siquiera soñado los grandes logros de Bonaparte y del menos brillante pero no menos eficaz Stalin.
El imperio más parecido al romano en su vocación de universalldad -y también el de más duración- fue sin duda el español, con un siglo y medio de predominio político y militar. Semejante hegemonía mundial -sólo equiparable a la que hoy ostenta Estados Unidos- no podía hacer gozar a los españoles de mayores simpatías que las que actualmente gozan los estadounidenses, y sus eventuales aspectos positivos llegaron a verse totalmente sombreados por los negativos. La leyenda negra fue el resultado de una campaña propagandística -cuyas secuelas todavía colean en una serie de estereotipos relativos a España- de la que aún hoy los medios informativos y publicitarios podrían aprender muchas cosas. De ahí que el español, cuando se encuentra en el extranjero, no sepa si debe sentirse orgulloso o avergonzado de serlo, y así va por el mundo, reconocible a distancia por la forma de asir fuertemente a la esposa ante los escaparates de cualquier tienda de cualquier calle de cualquier ciudad alemana. La hegemonía que sucedió a la española fue la francesa, y aunque Bonaparte supusiera su momento de apogeo, el imperio colonial francés siguió expandiéndose durante todo el siglo XIX. Pero fue precisamente en este ámbito donde otra potencia europea, Inglaterra, no tardó en sobrepasar a Francia tanto en lo que se refiere a la extensión de los territorios sometidos como a su entidad política, económica y cultural; el colonialismo británico, por otra parte, se atuvo a una pauta equiparable -en razón de su voluntad universalista- a la española, fieles ambas al modelo romano, y tal vez por ese motivo se haya hecho acreedor de una inevitable leyenda negra, vigente aún hoy en gran parte de Asia y África. La huella dejada por otros imperios coloniales fue o bien más efímera en sus planteamientos (Holanda y Portugal, salvo en el caso de Brasil) o bien sencillamente tardía, destinada a entrar pronto en conflicto con el despertar de los deseos de independencia de los pueblos sometidos (Bélgica, Alemania, Italia). Del mismo modo que el peso de los esplendores pasados incide de alguna manera. en la inseguridad con que el español actual sale al extranjero, similares peculiaridades de carácter genérico cabe observar en el comportamiento de los ciudadanos de otros países venidos a menos: esa actitud sibarita del viajero francés, por ejemplo, siempre dispuesto a disfrutar de cuantos goces pueda brindarle el mundo, en contraste con la resignada entereza con que el británico se enfrente a las insoslayables incomodidades y extravagancias que tanto se le van a prodigar no bien abandone Inglaterra.
En mi repaso a la sucesión de imperios que ha conocido el mundo en los últimos siglos dejo expresamente de lado a tres -Turquía, China y Japón- que por sus especiales características, ya que no por su importancia ni por la amplitud de su alcance, no son asimilables a los originados en Occidente. No puede decirse, por ejemplo, que la caída del imperio turco no afectase a casi toda Europa (es imposible comprender lo que está sucediendo en Yugoslavia si se ignora su anterior pertenencia al imperio otomano), así como a una buena parte de Asia y el norte de África; pero no es posible hablar del imperio turco en el mismo sentido y en los mismos términos que del imperio británico. Algo parecido puede decirse del imperio chino, si bien su apogeo posrevolucionario de corte bonapartista permita sin duda establecer un relativo paralelo tanto con Francia como con Rusia. Tampoco tiene sentido, finalmente, referirse a Japón como a un imperio más, por mucho que formalmente siga siendo un imperio; las diferencias históricas son aquí más acusadas que en cualquier otro caso, y por otro lado, como veremos, sólo en determinados aspectos se puede considerar al imperio japonés como algo perteneciente al pasado. Destacar asimismo que no se debe excluir, a plazo medio, un reaparecer, acaso con otro nombre y bajo apariencias inéditas, de nuevas grandes Potencias derivadas de lo que hoy entendemos por Rusia y, sobre todo, por China.
Tras la sacudida que supuso la Segunda Guerra Mundial, el mundo se escindió en dos bloques que escondían sendas pretensiones hegemónicas. Lo nuevo del caso no era la bipolarización, sino el hecho de que por primera vez en la historia se evitara utilizar la palabra imperio y, con argumentos diferentes y hasta contrapuestos, se pretendiese que eran otra cosa. En ambos casos, semejante retorcimiento semántico era fácil de justificar, ya que realmente ni el uno ni el otro se ajustaban del todo a lo que tradicionalmente se entiende por imperio. ¿Lo es, por ejemplo, Estados Unidos, como durante décadas pretendió demostrar la propaganda de sus rivales soviéticos? Si desglosamos el concepto de potencia hegemónica del de imperio resultará evidente que ni lo era ni lo es. Una situación nueva requiere expresiones nuevas. Y nada más revelador, en este sentido, que el hecho de que su principal antagonista hoy, Japón, tampoco sea un imperio en el sentido tradicional del término. Un cambio que, más allá de aspectos puramente morfológicos, afecta a la estructura misma del poder, y que coincide, de manera nada casual, con ese otro cambio que el propio desarrollo científico y tecnológico ha producido en el terreno armamentístico, al quedar relegado el uso de las armas a contextos localizados, ora de tipo civil o interno, ora de carácter vecinal o fronterizo. El nuevo modelo de antagonismo que se perfila no deja de ser todo un indicio, por otra parte, acerca de en qué terreno se va a jugar la decadencia de lo que hasta ahora entendíamos por un imperio. Y de cuáles van a ser los síntomas del tan esperado por alguno -o por muchos, sus muchos enemigos-, y en mi opinión nada inminente, declive del imperio americano.
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